Ángel [vancouver #1]

Capítulo 29. El tormento de Gwendolyne

Gwren.

A los nueve años fue la primera vez que me sentí atraída por la música, mi atracción fue tanta que insistí a mi padre que me metiera a clases de guitarra — mi mejor opción para ese entonces —. No resultó. Fui un fracaso tan grande que lo que me costó aprender en dos meses, terminé olvidándolo en dos días.

Me deprimí por eso y mi maestra — recuerdo que se llamaba Idónea — me recomendó intentar por otro instrumento. Elegí el violín por la delicadeza y elegancia que refleja además de que, en una parte un tanto infantil de mí, sentí que había una conexión, algo me llamó tanto la atención que solo bastaron unas cuantas horas de ensayo para saber qué era lo mío.

Al principio fue un hobbie, algo extracurricular que podía dejar cuando yo quisiera, pero después… se convirtió en algo más. Pasión es una buena palabra para describirlo, no creo que haya otra que sea capaz de englobar todas las sensaciones y emociones que me hacía — y hace — sentir. Cuando cumplí catorce años me paré por primera vez en un escenario, fue algo nuevo y rotundamente escalofriante que terminé disfrutando más que cualquier otra cosa.

Lastimosamente, mientras más grande me fui haciendo, mayores fueron mis responsabilidades y ese amor por la música, pese a que no se fue apagando, se trasladó a un plano menos relevante. Supongo esas son las desventajas de crecer. Dejé de ser protagonista de múltiples conciertos, pero seguí practicando y practicando cada vez que podía.

Me pongo de pie tras sacar mi hermoso instrumento de su estuche; lo llevo a mi hombro y coloco el mentón sobre la barbilla y pego arco en la cuerda donde voy a empezar mí son. Una partitura descansa en el atril que se halla frente a mí, intuyéndome e invitándome a zambullirme en el mundo de las notas y en aquellos sonidos chirriantes que nunca fallan en ponerme la piel de gallina.

Posiciono los dedos y comienzo a tocar.

Quiero cerrar los ojos cuando la fluidez me envuelve, pero me obligo a no hacerlo; necesito leer y cifrar con rapidez. La música me invade e inconscientemente mi cuerpo empieza a balancearse al ritmo de Adagio; mis dedos bajan y suben a lo largo del mástil, dejando amenas vibraciones en el aire que logran transmitirme el sentimiento principal de la melodía: nostalgia.

Siempre que me adentro en mi faceta como violinista, me es imposible no protagonizar mi pieza, como si yo fuese una actriz y la partitura mi libreto. Adagio me hace recordar esos momentos agridulces en mi vida, en donde lloré y reí al mismo tiempo, en donde hubo calidez en mi corazón después de una herida que produjo un escozor… todas esas sensaciones juntas son un motor para dejar de ser sólido y ser un líquido que destila, se volatiliza.

Se siente bien estar de vuelta en mi ámbito, rodeada de esa infusión de libertad y megalomanía; magia y estética; control y estilo libre. Me gusta expresarme por medio de las notas, darle aquella originalidad a lo que hago, mi toque propio, mi marca personal. Algunos cuentan sus experiencias en un diario, yo lo hago por medio de la música.

Estoy tan perdida en mi propio mundo — galaxia — que cuando el molesto timbre de la entrada hace su aparición, doy un traspié en mi sitio y fulmino aquella aura de excitación que me rodeaba. Gruño por mis adentros mientras mi entrecejo se frunce lo suficiente para denotar que estoy molesta por la interrupción; dejo mi violín en la cama y salgo de mi habitación a paso estridente.

Es fin de semana y papá no está en casa, lo que significa que no tengo ningún posible invitado en mi mente más que mi madre y en tal caso, es la última persona que quiero ver.

— ¡Voy! — grito desde las escaleras, intentando callar los molestos timbrazos. ¿Qué necesidad tienen las personas que insistir tanto a su llamado? Al llegar a la planta baja, prácticamente me abalanzo a la puerta. Un perfecta “O” se dibuja en mi boca al observar al intruso que se ha osado en pararse frente a mi umbral —. Señor, Samuels…

Él me mira con fijeza mientras guarda sus manos entrelazadas por detrás de su espalda, estudiando probablemente mis ropas de fin de semana. Llevo unos pantalones de pijama con el resorte de la cintura en las últimas y una polera sin mangas color rosa que deja al descubierto mi top de deporte que ocupé esta mañana; mi cabello está hecho un lío en una coleta improvisada y mi rostro está recién lavado.

Roja de la vergüenza por mi desfachatez me encojo de hombros. Él, a diferencia de mí, está usando algo más elegante que consiste en pantalones de vestir negros, chaqueta del mismo tono y una camiseta de lino blanco que ha acompañado con una corbata del mismo tono de sus quinqués; nada en él delata el desastre que son las mañanas: está peinado, perfumado y con una sonrisa tan encantadora que prácticamente podría embelesar a cualquiera.

— No estamos en el trabajo, Gwendolyne — una mueca se instala en mi semblante al oír la manera en que pronuncia mi nombre, es terrible y a la vez un tanto graciosa —. Me llamo Vince.

Asiento repetidas veces y me aferro al marco de la puerta. Me agrada Vince y toda la galantería que acompaña su paso, más su visita me ha tomado por sorpresa. Mucho.

— Vince, claro —perpleja parpadeo un par de veces antes de encararlo —. ¿Qué haces aquí? No es que me moleste tu visita, pero yo no te esperaba…

— Ah, me quedé un poco intrigado por tu interpretación del otro día — me yergo aún más al memorizar de debut acappella en la oficina, ¡qué vergonzoso! —. Es poco probable conocer a alguien que guste de la música clásica en estos días, además de que me pareciste sumamente encantadora, que me tomé la libertad de venir hasta acá e invitarte a un concierto de Sonatas de Vivaldi — del bolsillo interno de su chaqueta saca dos tiras largas que, supongo, son los boletos —. Hace poco compré las entradas, pensaba ir con Olivia, pero ciertamente tú me pareces mejor opción. ¿Qué dices, Gwren? ¿Vienes conmigo?



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En el texto hay: amigos, drama, amor

Editado: 11.10.2020

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