Estaba sujetando la bandeja de medicamentos de Rosa, la mujer diabética que venía hacía aparecer bollos de dulce y caramelos, cuando oí el teléfono sonar en recepción.
—María —llamé a la enfermera que se ocupaba de registrar la habitación de la anciana para sacarle todos los dulces. No me escucho—. ¡María!
—¿Si? —preguntó asomando la cabeza y cuando escucho el teléfono sonando asintió y me reemplazó con la bandeja de medicamentos.
Corrí hacia el aparato casi resbalando con la alfombra que tuvimos que poner en la entrada por la lluvia que entraba cada vez que la puerta se abría. La tormenta del otro lado se estaba volviendo cada vez peor y solo faltaba media hora para que terminara mi turno de trabajo. Podría pedirme un Uber o un taxi.
Miré la hora en la pantalla y atendí.
—Residencia…
—Hola —me interrumpió una voz neutra del otro lado de la línea—, nos comunicamos de la clínica por la paciente Ana Maria Buenas.
Me senté sobre el banco con el corazón apretado y miré la pantalla de la computadora buscando clínicas asociadas a la obra social de la anciana.
—¿Qué sucedió?
—Le comunicamos. —Volvió a decir la voz y luego oí un tono de espera que duró solo unos segundos, hasta que una voz conocida me habló con tono tan tranquilo que por poco me caigo del asiento.
—Hola.
Titubeé.
—¿Angela?
—Escucha —dijo—, estamos en la clínica con Ana Maria, ¿puedes venir a buscarla o enviar a alguien?
Había dejado de respirar.
Si, era ella, ¿pero cómo? ¿Por qué?
Tragué saliva observando la flecha en la computadora y respiré profundo para concentrarme en lo que acababa de decir.
—¿La señora Buenas está bien?
—Si, pero dice que quiere volver y la clínica no la ve en suficiente mal estado para llevarla —Se quejo y no tenía que estar con ella para saber que le estaba lanzando una mirada molesta a alguien y seguramente ese alguien se la estaba respondiendo.
Solo faltaba una hora para que pudiera irme, bastaba con llamar a alguien que pueda ir a buscarla o enviar a alguna ambulancia, pero cuando comencé con la solicitud en la computadora vi que el tiempo de espera superaba las dos horas.
—Debe ser una broma —bufé a la pantalla y del otro lado Ángela respondió:
—¿Disculpa?
—Nada —magulle a regañadientes—, voy para allá.
. . .
El Uber se detuvo frente a la clínica y miré por milésima vez la ubicación que busqué en Google antes de pagar y bajarme. Me dolía el estómago, quería vomitar por la idea de haber hablado con ella y, como si no fuera poco, tener que ir a un encuentro sin la menor posibilidad de huir. Tenía que ser fuerte, no podía dejar que alguien cómo ella me afecte. O eso me dije al cruzar las puertas de cristal de la clínica con el celular en la mano y la mochila sujeta al estómago.
Un baño, necesitaba un baño.
Me acerque a recepción para preguntar por un lugar privado donde vomitar, apoyé las manos para buscar atención y me detuve al ver a una mujer morena de rizos a mi lado.
Ángela.
Contuve la respiración, ella todavía no veía y me tomé un momento para verla. Estaba más grande, ya no era una veinteañera con cara de adolecente, tenía botas con taco bajo, calzas y una chaqueta de cuero encima de un buzo gris. Llevaba el cabello despeinado, suelto, largo… largo. Habían pasado siete años y su cabello había crecido por debajo de sus hombros y su cintura. Aunque su cara de amargura seguía ahí para cualquiera que la mire por más de unos segundos.
Ella alzó la mirada de su celular y me gruñó antes de reconocerme.
—¿Qué sucedió? —pregunté ignorándola.
—Se desmayo —dijo con voz tranquila, guardando el aparato—, le bajó la presión. Eva dijo que está bien, fue solo un susto.
—¿Eva?
Asintió y se apartó cuando una mujer de guardapolvo blanco se acercó a nosotras con una tableta en las manos. Ambas se sonrieron, parecían amigas. Ángela le tocó el hombro como un gesto de cariño y por un momento el vómito se volvió amargura. Miré a otro lado unos segundos, saqué el celular y revisé que no había nada y volví a mirarlas cuando la doctora se acercó y me tendió la mano.
—Hola, soy Eva Loveria —dijo y yo se la estreché evitando mirar que Ángela permanecía a su lado.
—Hola.
—Usted debe ser la responsable de la señora Buenas. —Asentí y ella me sonrió, era muy bonita con su cabello corto y bien peinado. Decidí ignorar eso también—. La paciente está bien, tuvo una descenso repentino de presión por una fuerte emoción, pero tuvo una buena enfermera a un lado así que pudimos intervenir y ahora está en perfecto estado.
Miré a la mujer que señalo con la cabeza a su lado y no pude evitar preguntar:
—¿Eres enfermera?
—Solo le subí las piernas —dijo Ángela, negando y encogiéndose de hombros—, a mi abuela también le pasaba.
Parpadeé y miré a la médica.
—Si, pero ayudó así que aprovecha el halago —le gruñó y siguió en mi dirección—. Ya está mejor, le recomiendo reposo y descanso. Enviaré la historia clínica para su médico de cabecera. —Sacó su celular, lo miró y nos sonrió apartándose—. Dejaré aquí el papel de alta. Permiso.
Y volviendo a poner la mano sobre el brazo de Ángela se despidió.
Esperé que desapareciera en el pasillo para voltearme.
—¿Qué pasó? —espeté molesta y ella volvió a encoger los hombros con las manos en los bolsillos, como si no fuera importante la respuesta.
—Se desmayo.
—¿Por qué?
—No sé, yo no estaba —soltó y se volteó caminando hacia el pasillo. La seguí—. Anabella me dijo que estaban conversando sobre algo y de repente se le pusieron los ojos en blanco. Me llamó y fui a ayudar. —Hizo un gesto de desdén—. Estaba cerca.
—¿Y porque no me llamaste a mí? —Gruñí y ella negó.
—No tengo tu numero. —La miré sin comprender y ella encogió los hombros—. Lo borre hace años.— Se detuvo a mirarme con algo extraño en los ojos, molestía quizas, pero luego dio un paso a un lado y se acercó a la chica rubia que lloraba en los asientos de espera—. Oye, no sucedió nada, calmate.