Tomé mi vaso de limonada y di varios tragos para bajar el bolo de comida que todavía masticaba. A Ivana le quedaba la mitad. Comía lento, no como yo, y eso me ponía aún más incómoda.
—Disculpa —dije tomando la servilleta para limpiarme la boca—. Voy al baño.
Me levanté y comencé a caminar sin rumbo, buscando un cartel con indicativo. Estaba muy incómoda, la mesa de mujeres donde estaba Ángela con la médica había bajado el volumen y la intensidad hasta que la música de fondo se pudo identificar. Me estaban viendo, podía sentir sus ojos en mi nuca y mi espalda, los murmullos que seguramente eran sobre mí. Ella seguramente les hablaba de mí.
Mierda.
Y luego estaba Ivana, comiendo con calma, masticando los bocados como si no supiera qué estaba pasando. Me sonreía, hacía bromas. Quizás no sabía qué pasaba, pero demonios, odiaba no poder concentrarme en ella por esa tonta mesa.
Llegué a la barra de cocteles y pregunté por el baño. El joven que nos había acercado la jarra de limonada me indicó un pasillo junto a la cocina que sostenía un grafiti de una mujer con sombrero y una cartera. Era bonito, había una mesa de madera con jarros y plantas de plástico con… preservativos.
Lo ignoré parpadeando y entré al baño.
Dios, era muy pequeño.
Me moje el rostro frente al espejo, frotando mis ojos para sacar la sensación de cansancio. Pero no funcionó, Ángela seguía ahí, mirándome junto a la médica y riendo con la mejilla contra su cuello. No debería haber aceptado la cita. Aunque no era una cita, era una simple salida de amigas. Pero aún así…
Me miré al espejo con ojeras más marcadas que nunca.
—¿Dios, tenías que venir justo aquí? —gruñí.
—¿Disculpa? —Vi la puerta del baño abrirse a través del espejo y a Angela aparecer del otro lado con el rostro cargado de molestía.
—Lo siento, no sabia que estabas acá —balbuceé y me aparté cuando se acercó a lavarse las manos.
—Es el restaurante de mi hermano —gruñó y frunció el ceño mirándome a través del espejo con los ojos enrojecidos—. Y sí, tenía que venir.
—No lo sabía. ¿Oye… estás bien?— pregunté cuando volví a ver una lágrima caer por su mejilla. La limpió con rapidez, apartándose con pasos vacilantes para ir por papel al baño, pero no respondió y eso me llenó de rabia—. ¿Podrías dejar de ignorarme? No tenemos quince años, te pregunto porque me importa.
Intenté seguirla cuando se sujetó de la puerta del baño pero se apartó y negó apoyando las manos sobre sus ojos.
—Estoy muy ebria para esto —bufó para sí y eso me preocupó aún más.
—¿Estás bien? —insistí un poco más alto y tomé su brazo para ayudarla a sentarse.
—Estoy borracha no sorda. —Se sacudió mi mano—. Y no me toques.
Un nudo se apretó en mi garganta pero lo ignoré volviéndome hacia las canillas.
—Bien. Bebe agua, toma...
—Aléjate de mí, Tina —gritó volviendo a apartarse cuando intente, de nuevo, acercarme y tomarla del brazo. Sus ojos volvieron a enrojecerse, iba a llorar, los labios se le hinchaban cuando comenzaba a llorar. Apretó los dientes con fuerza, mirándome como si intentara decidir si gritar o golpearme, pero terminó por enderezarse como si no sucediera nada. Caminó hacia las canillas y comenzó a lavarse las manos. No tuve el valor de mirarla, estaba demasiado inquieta. Me quedé en silencio a un lado, incapaz de moverme, hasta que cerró el agua y se apartó hacia la puerta. Pero se detuvo—. Y deja de preguntar si estoy bien o cómo estoy, no te importa, no quieres saber. Alejate.
La miré, todo rastro de llanto había desaparecido de su rostro. Se veía indiferente, fría.
Apreté los labios un momento y, sin dejar de mirarla, solté:
—¿Quién dijo que no me importa?
Pude sentir el calor envolviendonos, las luces parecían parpadear y el aire volverse denso. Me costaba respirar, sentía que el corazón se me iba a salir por la boca en cualquier momento y no podía detener el vértigo que sentía porque esté frente a mí, parada con el mentón en alto, con los rizos enmarcando su bello rostro. Por ver como el brillo que había apagado volvió a encenderse como si fuera fuego que cada segundo se alimentaba más y más con odio. Lo comprendí. Ella me odiaba. Aborrecía tanto mi presencia que tenerme parada en frente provocaba lo contrario que provocaba en mí, le daba asco, el calor no era otra cosa que enojo.
La puerta se abrió a sus espaldas y la rubia con anteojos rojos asomó la cabeza.
—¿Todo bien acá? —preguntó. Vio a Ángela voltearse hacia el espejo para acomodarse la ropa y el cabello y luego me lanzó una mirada acusadora.
—Si, Mica —dijo Ángela—. Necesito aire, nada más.
—Hola —saludé por lo bajo, sabiendo que, si se acordaba de mí, iba a ignorarme. Y lo hizo.
—Vamos, te acompaño —dijo la rubia antes de pasar el brazo por debajo del de Ángela y salir, una junto a la otra, como las amigas incondicionales que siempre fueron.
Esperé que se fueran para encerrarme en uno de los baños. Apenas podía respirar, quería llorar, quería que las lágrimas me quemen todo el rostro, pero no podía y eso provocaba náuseas. Me sujeté el vientre para detenerlas, quería desaparecer de una vez, no volver a la mesa y huir de mi cuerpo.
Me volteé hacia el inodoro y vomité la hamburguesa. La cabeza me iba a estallar de dolor.
Creo que dos lágrimas escurrieron pero no logré verlas ni limpiarlas, solo me deje caer en el suelo y apoye las manos sobre mis ojos hasta que todo brilló y tuve que apretar los dientes. Quería volver a mi departamento, no debí ir.
Me levanté e hice varios buches con agua para quitarme el mal sabor de la boca. Me mojé el rostro hasta que todo el maquillaje desapareció y comencé a enrojecer. Volví a sentir náuseas. No me veía como alguien atractivo ni como alguien a quien invitaran a una cita. Me veía horrible. ¿Qué demonios estaba haciendo ahí?