Angelard

Capítulo II: dulzura incorruptible

Seguía buscando un lugar donde quedarme, no paraba de llover y aunque fuera difícil que alguien no me viera. No quería ser mono de circo de nadie, ya sé, tengo alas enormes que no pasan desapercibidas, pero por primera instancia quería pasar desapercibido, o encontrar la manera de volverme invisible ante los ojos humanos. 
Cómo quien dice me apañe con mis propias alas, no se cuánto tiempo he estado caminando en esta capa de cemento, pero, quería quitarme ya la suciedad de encima porque cada vez que pasaba un solo segundo, sentía que sería más difícil de deshacerme de ella. 
—¿Por qué tardó tanto en encontrar un lugar donde quedarme? Se supone que debería de haber alguno por aquí.—volteo a ambos lados en busca de alguno vacío en el cual pudiera quedarme, aunque parecía que mi suerte me hacía una mala jugada, apostando todo contra mi, pasé enfrente de muchas casas pero todas estaban habitadas y no me podía arriesgar. 
A estas alturas, Dios no me ayudaría por creer tales cosas de mi a la supuesta testigo, eso ocasionaba que me hirviera la sangre del coraje que me daba al recordar ese reciente acontecimiento, y solo apretaba mis puños fuerte frunciendo el ceño.  
Me detuve al mirar de reojo el interior de una casa, ahí decidí asomarme y veía a una familia reunida. Ellos se veían tan felices reunidos, conversaban lo que parecían sus problemas y algunas bromas. Desvíe la mirada y seguí mi camino, no podía seguir observando, sólo me demoraría mas. 

Aún no comprendía el porque, pero me invadía la nostalgia y siendo sincero, no tenía noción del tiempo porque a diferencia del paraíso, este lugar contaba con horas, minutos y segundos. 
—Es en está época del año, es cuando nació nuestro señor, me tocó dar el mensaje celestial y lo hice rebosante de alegría.—recuerdo que ese día, sacudí las alas tan fuerte que me hicieron estremecer por un momento, creo que había perdido el equilibrio y me caí de lado. 
Iba a empezar a nevar apenas en esas fechas, parece como si hubiera sido ayer, ay, que cosas digo, si aquí en la tierra pasaron muchos años. 
Los animales lo sentían en su ser, como un fuerte sentimiento cálido en su corazón. —¡Que seres tan nobles y puros! —decía yo, porque en sus ojos se veía el entusiasmo y la gran fe que desde lejos se podía notar. Que increíble forma de demostrar tenian ansias de ver al hijo de nuestro señor nacer, su Dios.  
Esa vez, uno de mis compañeros me saco de mi montaña de ilusiones en la cual estaba parado. 
—¡Gabriel! ¡Sólo venías a dar el anuncio, no a quedarte! —tocando varias veces mi hombro con uno de sus dedos, bajando una de sus cejas, mientras la otra mantenía levantada. 
—Disculpa hermano mío, me había quedado observando tan sublimes criaturas. —él se me quedó mirando fijamente, algo intrigado por lo que había dicho. 
—Compañero, me refiero a los animales.—mi amigo solo asintió, poniendo una sonrisa irónica en su cara, levantando sus manos a la par de sus hombros. 
—Ah, ya sé a lo que te refieres.—entrecerró sus ojos para después voltear a ellos.—Son unas criaturas maravillosas con un corazón hermoso. 
—Así son ellos, siempre han sido de esa manera y aún me siguen sorprendiendo, aunque hayan pasado varios años. Quizás es porque la mayor parte del tiempo, siempre he estado al lado de mi creador.—moví mis pupilas de un lado a otro de manera graciosa, mientras hacía una sonrisa en mis labios, aunque parecía algo infantil haciendo eso siendo sincero. lo hice, porque uno de mis compañeros no quitaba esa expresión sombría de su rostro. 
—Supongo que es porque casi no has estado mucho en la tierra, tal vez a eso se debe.—me dio un leve golpe en la espalda, acompañado de un empujón que hizo que por un momento perdiera el equilibrio.—no te preocupes, quizás después te dan más tiempo aquí en la tierra. 
—No lo creo ¿Por qué lo haría? —levante mi entrecejo haciendo una mueca de intriga en mi rostro. 
—¿Porqué no? Te lo mereces Gabriel. —coloco su mano en mi hombro, formando una cálida sonrisa en su ingenuo rostro. 
Desde ese momento, creí entenderlo todo, yo era especial para está misión y por algo había sido elegido. No puedo negar que me sentía importante, más sin embargo, seguía conservando la humildad ante todo. 
Cuando llegó el día fue tal la sorpresa de la joven virgen al verme, que ni yo me lo podía creer. Tremenda felicidad me dio al notar el valor y la amabilidad con que aceptaba el anuncio de uno de los mensajeros de Dios. 
Ese día se me quedó grabado, como algo monumental en mi memoria, 



 




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