Capítulo 1| Lucas 12:49
Saint Mary, 9:45 a.m.
El sonido imperioso de la campana rompió con la falsa sensación de calma del restaurante. Un hombre estaba de pie en el umbral; todos quienes esa mañana desayunaban ahí, giraron el rostro como un acto reflejo en esa dirección. Debieron, de la misma forma, experimentar la sensación conjunta de intriga, percibir la pesadumbre que arrastraba el viento y que terminó colándose por la puerta abierta. Aquella no era una cara conocida. Aunque, más allá de la corriente de aire electrizante, para nadie resultó demasiado extraño, pues las últimas semanas Saint Mary se habían convertido en un abundante desfile de caras extrañas. Murmuraban algunos los primeros días, que era un asunto de fuerzas extrañas, como si un imán, de promesas y pecados antiguos, adherido a la tierra, los atrajera, pero fueron silenciándose a medida que se marchaban, algunos con menos prisa que otros.
El hombre de la puerta, vestido con un traje blanco de dos piezas que parecía capturar toda la luz del lugar, caminó despacio hasta alcanzar una de las pocas mesas vacías, ubicada en el centro del salón. Daba la impresión de medir los pasos temiendo equivocarse y dar alguno en falso. Una vez allí, se retiró el saco pesado y lo dejó en una de las dos sillas dispuestas, dirigiéndose él a la otra. Alguno de los curiosos que no había dejado de observarlo murmuró un lejano «ahora vienen también los enfermos», sorprendido por la blancura extrema del extranjero. Otro incluso sugirió el albinismo como posible respuesta, pero era el opulento cabello negro, perfectamente peinado, desmentía la suposición al instante. Los primeros minutos allí los pasó en absoluto silencio y, de pronto, sin que ninguno de los ojos alrededor pudiera notar cómo apareció, sostenía entre las manos una libreta gruesa, abierta a la mitad y de donde leía. Leía algo que era imposible conocer para los demás, pero que, por alguna razón, parecía escuchar en un susurro que se movía por todo el lugar. Un soplido, un eco convertido en rezo, indescifrable. Unos creyeron escuchar la frase: «Fuego vine… la tierra. ¿Y qué quiero… ha encendido?», pero no podían estar seguros porque el asunto era casi críptico.
La libreta se cerró de golpe, como si la sentencia ya hubiera sido dictada. Y con el chasquido tosco el murmullo se desvaneció. La mano del extranjero terminó levantándose, despacio. Un movimiento, como todos los que hacía, milimétrico y calculado. La única mesera del restaurante, que se movía de una mesa a otra, apabullada por exigencia, los reclamos y miradas que tocaban más que dedos, debió atender al llamado. Delgada, de ojos cafés y con la apariencia juvenil que apenas comenzaba a abandonarla, se plantó frente a aquel cuyo rostro de belleza inmaculada y, de ojos luminosos, la dejó ciega por varios segundos. Aunque no fue eso lo que logró perturbarla del todo, lo fue, en cambio, la inusual sensación de familiaridad que experimentó y que la llevó a cuestionarse si es que ya antes lo había visto.
—Según he escuchado, puede uno conseguir aquí, otros platos. Algo menos penoso que los huevos ¿verdad? —le dijo el extranjero, incluso antes de que ella hubiese dicho la primera palabra—. Sería esa una terrible forma de comenzar un día como este. Un perfecto día como este.
La mirada del extraño la había alcanzado segundos antes de que ella abandonara el abatimiento primero. La miraba directo a los ojos, causándole un hueco en el estómago, como si fueran dagas filosas que cortaban incluso en aquella distancia. Sintió que el cuerpo se le estremecía y las piernas iban perdiendo fuerza progresivamente. No comprendió si la debilidad era ante la belleza o al mismo misterio que devenía de aquel.
—Sí señor, ¿ya sabe que desea ordenar? —consiguió responderle, arrancando las palabras que se aferraban a la garganta.
—Carne, la carne es la vida —respondió sin ninguna duda—. Pero es importante que sigan las instrucciones que voy a darle, ¿puede entenderlo?
Asintió, al tiempo en que tomaba apuntes en una libreta vieja y pequeña, que guardaba siempre entre los bolsillos del delantal. Hubo un corte de silencio, aquel seguía mirándola y sintió que algo se movía en las entrañas, mundano. Necesitó bajar la mirada al papel, aunque aquello no la libró más que de mirarlo, porque todo seguía ahí, cada vez más enfermizo.
—No deben agregarle nada, ni sal, ni pimienta. Nada, la deseo en total pureza —dijo él, casi murmurando—. Después, con un velo de mantequilla, reposará unos segundos sobre el fuego. Recuérdalo, serán solo segundos de cada lado, segundos, ni menos ni más.
Escribió en silencio, con la piel crispada, ante la curiosa orden. Una vez terminado, le preguntó si deseaba beber algo o, en cualquier caso, si había algo más que necesitase. La disposición pareció avivar algo en el extraño, desprendiéndosele una mínima sonrisa, casi como una suposición lejana de que podía sonreír.
—En realidad, dos cosas.
—Dígame —dijo ella sin querer apartar la vista del papel.
—Agua —Y vino entonces el silencio, segundos casi tétricos, que fueron los que terminaron obligándola a levantar la vista, justo ahí, al tener la atención, él habló de nuevo—: Y también deseo escuchar su nombre.
—Moira —dijo, sintiendo la corriente deslizársele por la espada—. Soy Moira.
El extraño asintió, conforme ante la respuesta. Moira tuvo la ligera impresión de que él ya lo sabía, que no le era desconocido totalmente y que lo único que esperaba era confirmarlo. No le dijo nada de cualquier forma, experimentaba ya la extrañeza del cuerpo y aquel no era un lugar adepto a las dudas. Trabajaba y eso significaba solo seguir las órdenes, escuchar, atender, obedecer. No había tiempo para las oposiciones, ni espacio a falsos presentimientos.
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Editado: 22.04.2025