Capítulo 2| Marcos 3:21
Moira
—¡Moira, Moira!
Reconocí la voz de Chester como un eco lejano y, la alucinación de haberme desprendido de la tierra volvió a azogarme con mayor intensidad, asustándome. El polvo se me había metido entre los pulmones y sentía que me ahogaba, pese a los múltiples intentos por intentar respirar. Tosía pero no marcaba mucha diferencia, la polvareda estaba por todas partes. «¡Maldita sea, esto solo pasa aquí!», Chester continuaba alegando de alguna parte y con un alguien que me era desconocido. Gritó mi nombre un par de veces más, pero no conseguí responderle, tampoco librarme del estado de absoluta inmovilidad. Estaba en posición fetal, con los músculos erguidos. Pese al ambiente suscitado, después de unos minutos, comenzaba a acentuarse una calma extraña, esa que precede las grandes catástrofes; los rugidos bestiales se habían extinto, ni siquiera un eco quedaba. Se propagaba en cambio un olor fuertísimos a incienso y sangre, que iba metiéndoseme en la nariz y me causaba un estremecimiento. ¿Cuánto tiempo había transcurrido allí?, la pregunta era una cuya respuesta desconocía.
Aunque no creía que fuera la correcta, debía preguntarme más bien, ¿qué había pasado? El enfrentamiento volvía a mis pensamientos en oleajes que me sometían, casi impidiéndome la reacción. Había conseguido apenas abrir los ojos, pero no podía ver más allá de unos escasos centímetros; la espesura venía por todo el polvo que se levantaba, que me pareció que por momentos brillaba.
—¡Ay Moira, aquí estás! ¡Chester, ya la encontré! —La figura de Deva se materializó frente a mi rostro, apenas unos segundos después. Sentí como sus manos me sujetaban por los brazos y jalaba con fuerza, intentando levantarme—. Ven, tienes que salir de aquí.
La miré y nunca había agradecido tanto su presencia como en aquel momento. Un alivio familiar se me instauró en el pecho, borrando de golpe el entumecimiento de los músculos. «Estoy viva, sigo viva», pensé y no estaba segura si sentía sosiego simplemente por la inesperada exposición a la muerte o porque, después de mucho, comenzaba a añorar la vida. Deva continuó jalándome mientras me repetía el mismo «tienes que salir de aquí» de antes. El siguiente rostro conocido fue el de Chester, con una expresión menos amable, pero presente después de todo. Fue él quien consiguió levantarme del suelo sin mayor esfuerzo, ventaja que le daba lo grande y fornido que era.
—Pero, ¿¡cómo pasó esto, Moira!? — dijo Chester, sacudiéndome—. ¡Te dejé sola por cinco minutos!
Tuve la innata intención de responder, explicarle cómo se habían dado las cosas, pero en lugar de palabras fue una tos pesada lo único que salió de mi boca. Las manos de Chester me soltaron, obligándome a hacer acopio de todas mis fuerzas para mantenerme en pie y no volver al suelo. Todo el cuerpo me temblaba y lo sentía, los pequeños látigos de dolor que me azotaban. «Esto no puede ser», murmuraba Chester, pasándose las manos por el rostro con un desespero que antes no le había conocido. Aquel estado suyo me llevó a levantar la mirada para evidenciar por mi propia cuenta cual era la situación y, entre medio de la espesura pude ver que era muchísimo peor de lo que en un principio pude llegar a considerar. El lugar estaba irreconocible. Las mesas no estaban rotas sino desintegradas, como si las hubiesen borrado de la realidad; los vidrios de las ventanas hechos trizas, evaporados. «¡Ni siquiera hay una puerta, Moira!». Las paredes se sostenían por simple pena, el techo tenía un hueco grande y tuve la impresión de recordar algo saliendo por ahí, como si algo así fuese posible tanto como ver ahora el restaurante reducido a cenizas. Ni siquiera quise pensar en cómo estaban las otras partes del restaurante, pero sin duda no era más esperanzador.
En el suelo, a medida que se asentaba el polvo, iban quedando marcas de pisadas grandes. Alguna más similar a la de animales que humanas, pero no veía a nadie más sino a nosotros tres y quise creer que se trataba solo de confusión e impresión por los golpes. Yo misma estaba cubierta de mugre y apenas podía reconocerme las manos cuando las levanté.
—Esto es mi ruina. Todo mi dinero estaba en este lugar —se lamentó Chester dando pasos lentos alrededor del salón—. ¿Qué tipo de maldición es esta? No puede ser, no puede ser.
—¿Qué fue lo que pasó? —me preguntó Deva, tomándome del antebrazo y jalándome para que la atendiera—. ¿Quién hizo esto, Moira?
Intenté negar porque me parecía que no veían a más culpables sino a mí.
—Fueron ellos, Deva —respondí casi en un balbuceo—. Ellos lo hicieron. Te lo dije, no podía ser nada bueno.
—¿Estás segura? ¿No los conocías?
—No, ¡te dije que no!
Deva no respondió nada, en cambio, me instó a caminar para salir de los escombros del restaurante justo cuando Chester lo hizo. Las piernas continuaron temblándome y Deva terminó ofreciéndome el antebrazo para que pudiera conservar el equilibrio. Moverse costaba y no tenía que ver con la exuberante destrucción, era un peso en la propia carne. Quise preguntarle a ella si también lo sentía, pero me pareció que ya me creía lo suficiente paranoica como para darle más motivos para creerlo. Afuera ya se iba aglomerando una cantidad exagerada de curiosos, aunque no pude reconocer ni siquiera a una cuarta parte. Se trataba de los cientos de turistas que últimamente se veían por el pueblo; extraños. Murmuraban entre sí, mirándome, haciéndome sentir de nuevo vulnerable a cualquier imprevisto, como si alguno fuese a saltar sobre mí. O quizá lo único que pasaba era que estaban sintiendo una profunda lástima por los tres, solo eso, tan fácil como eso. Traté de apartar la mirada de ellos y centrarme en los pasos que iba dando, como un ejercicio de voluntad y un intento vano de recuperar el control de mi propia mente, de librar la percepción de la influencia negativa que venía con el miedo.
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Editado: 13.05.2025