Angels & Demons I (sacrilegio)

Capítulo 3 | Isaías 49:16

Capítulo 3| Isaías 49:16

Baal

Los pasos rápidos y pesados de Baal producían un ligero temblor de tierra; las maldiciones que escupía al aire pudrían la naturaleza verde y exterminaban a los animales que las escuchaban, y no hablar de las consecuencias terribles para los hombres cuando la transformación demoníaca y el propósito se llevaban a término. La iracundia de la que era preso entonces no hacía más que intensificar los daños, arrasando todo como la peor de las tempestades. Se levantaba a los alrededores de aquel pueblo maldito, una sombra espesa, confundida por los incultos como simple niebla, pero que cargaba con el único propósito del tormento. Baal, durante una semana había intentado en cuatro ocasiones el ascenso a la tierra, en busca de almas necesitadas de consuelo, de alivio divino, pero ninguna resultó en éxito para él. Lo que diferenciaba a esta era la aparición repentina del ángel de la muerte. Aquel mismo que, como el rango que en el cielo ostentaba, no lo azogaba ninguna necesidad del descenso ni mucho menos con propósito como el del enfrentamiento. Pero estaba ahí, como si hubiera podido oler su presencia, una precisión metódica propia de ángeles con designios celestiales. «¿Con qué propósito?», le había preguntado Baal, pero no hubo recibido ninguna respuesta. Y justo eso era lo más desconcertante, que Azrael siempre tenía una respuesta. Siempre.

Azrael hablaba, en cambio, de asuntos soeces, impropios de uno como él. Lo sintió mundano, aunque debía tratarse de simple provocación. Conversaron en la lengua demoníaca prohibida por los cielos y Azrael no lanzó ninguna reprimenda tras escucharlo maldecir. Le contestó y fue lo único que el uno escuchó del otro. «¿Con qué propósito?», se preguntaba ahora en medio de la caminata que lo conducía al abismo de los condenados. «Val'kresh ul thra’nokh, vor’zek ul’dareth?», murmuraba y pensaba. ¿Asuntos humanos de provecho celestial? Porque bien sabía que, más allá de la innata entrega humana, el cielo no prestaba mayor interés por ellos. Baal ralentizó el andar cuando tuvo la impresión de volver a sentir el hedor que emanaba del ángel, aquella podredumbre sagrada, ¿por qué razón un engendro divino se asemejaría tanto a los suyos que habitaban las llamas del averno? Había algo diferente, muy diferente y Baal lo experimentó, un descubrimiento nuevo, como una corriente fría que iba pegándosele en el cuero grueso y magullado de inmundicia infernal. El cielo, a diferencia del averno, no buscaba almas, no se alimentaban de la pena ni del sufrimiento. Observaba, demandaba y esperaba cumplimiento. Era más bien un asunto intrascendente.

¿Qué era lo que se había gestado allí entonces? Demostró Azrael un interés extraño y repentino por una alma que se movía cerca. Los ángeles no se movían sino se les instruía primero; el interés de Azrael era, en consecuencia, el interés de alguno más arriba en el escalafón divino, que podría ser cualquiera. Y, dado que hacía mucho que el cielo se había enmudecido y el infierno se tambaleaba, un movimiento como ese podía significar más de lo que en apariencia se veía: Interferencia divina por un humano. El cielo movía fichas en un juego que él —y todo el averno— había considerado en pausa desde hacía milenios. «¿Quién lo hacía y con qué propósito?», la pregunta volvía como un oleaje y Baal cada vez se sentía más interesado, como si un susurro lo llamara. Aquel viento frío que le rozaba la piel, le pareció más que brisa un mensaje. «Aquí estoy», casi podía escuchar el susurro y le avivaba un sentimiento diáfano que solo hubo experimentado ante la presencia de Lucifer Estrella de la Mañana. Tan cerca de aquellos días en que era el paraíso el único lugar habitado por todos, entonces, ¿de dónde venía tal ilusión si aquel lugar no existía?

Baal continuaba el descenso, en medio de la Garganta de los Olvidados. Un camino que no era camino. El lugar que hacía acto de presencia solo con su voluntad; una construcción tan maldita como quienes la habitaban, construida no con rocas sino con los hueso de los Nefilim —hijos de la inmundicia entre demonios y humanos, despreciada por todos sin distinción de averno o cielo—. Allí, el sonido del viento se transformaba en maldiciones recitadas en arameo antiguo, que parecían cobrar vida y buscaban pegarse en la piel de los condenados que debían transitar ese sendero. Consiguió aplacar el tormento frío y susurrante que lo hubo acompañado durante los minutos posteriores. Al final de ese recorrido, una luz le daba la bienvenida, una llama que le recordaba a la primera caída: el cielo rompiéndose como un puñado de hojas secas y las páginas sagradas quemándose en manos de Metatrón, escriba del Señor del cielo, esas donde estaban escritos sus nombres. Expulsados después por la espada de Miguel, comandante de las legiones del cielo, cuyo desprecio no era menor que el que sentía por Azrael.

Con cada paso que Baal iba dando, parte del aspecto humano iba cayéndose al piso, quemándose con el fuego infernal. Y, de aquel esperpento, iba liberándose la figura verdadera, la de gran Duque del infierno. Del torso le emergían tentáculos grotescos, húmedos y marrones, que de pares cinco, sumaban diez en total: Se movían con independencia, como dedos que intentaban alcanzar algo. El rostro humano se transformó en una máscara cruel, de pómulos marcados y puntiagudos. Una cornamenta relucía brillante y poderosa, del mismo modo que una melena de cabello oscuro iba extendiéndosele hasta alcanzar las piernas, que dejaron de serlo e iban siendo reemplazadas por dos similares a las de un alacrán. Alrededor de la cadera de aquel cuerpo amorfo, pronto comenzó a relucir un cinturón forjado en metales dorados, únicos del infierno, que le otorgaba el título de Duque del infierno y del que nunca prescindía.




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