Capítulo 4| 2 Corintios 11:14
Moira
En Saint Mary todos me conocían: Ya fuera por la temprana y penosa muerte de mis padres, lo desdichada que era mi vida desde entonces, o porque alguna vez les serví el desayuno en el restaurante de Chester. Pero que me conocieran no significaba que sentían por mí algún tipo de aprecio; me conocían, sí, aunque algunas veces daba la impresión que era esa la misma razón por la que me odiaban. El accidente en el restaurante había enervado aquel sentimiento, lo noté después de la primera visita que recibí, donde más allá de insinuar mi culpa en ello, buscaban solo conocer todos los detalles. Sugiriendo, con verdadera convicción, que algo me callaba incluso con la policía. «No trates de jugar, Moira. ¡Estás a tiempo de enderezar el camino que llevas!», me había dicho el mismo reverendo de la iglesia, apenas esa misma mañana. Nos habíamos cruzado en la calle y, me sujetó por el brazo cuando intenté escabullirme de las reprimendas que iba soltándome al paso, cada vez más alto, más brusco, más molesto: «¡No debes jugar con lo sagrado!, ¡hablar de esa forma es sacrilegio! Te comportas como una hereje, tus padres estarían tan decepcionados de ti. Dios siempre nos vigila y sabe cuándo mentimos. ¡El castigo por mentir es tan terrible como por matar!», eso había sido solo poco de lo mucho que me dijo antes de conseguir escaparme.
Solo un día. Un día transcurrido en el que cada hora se sentía como eternas semanas de tortura. Un día y ya alguien se había tomado el tiempo de tachar la puerta de la casa con garabatos, símbolos vulgares, pensaba; en las paredes había más de lo mismo. A decir verdad, no dejaron espacio limpio. Yo no les encontraba del todo sentido a las formas. Eran anómalos y no me gustaba, aunque tampoco podía quitarlos porque con eso solo los incitaba a volver a hacerlo hasta el cansancio, sobre todo el mío. Pero lo que más me había tocado tenía raíz en que, ninguno de los interrogadores curiosos, se detuvo un momento a preguntarme cómo estaba o qué pensaba hacer ahora que mi situación no podía estar peor. Y, pese a que me había entristecido, bien sabía que no podía esperar nada de nadie, mucho menos de la gente de Saint Mary. Los comentarios que comenzaban a rondar en todas partes, referentes a la supuesta mentira detrás de mi declaración, debieron haber surgido por alguna cosa que Tomas y Patrick quizá insinuaron cuando les exigieron respuestas: «Está loca, seguro dejó algo encendido y explotó». No tenían ninguna pista aparte de lo que yo decía, pero no podían presentarse con la misma seriedad que yo y concebir que era justo lo que había pasado. El camino fácil era alegar locura de mi parte y justificar la falta de celeridad, justificar que probablemente no iban a buscar ni encontrar a los culpables; justificarse ante los habitantes del pueblo, el alcalde, el jefe de policía y Chester, ver que él mismo volviera a reconstruir el lugar sin que en ellos recayeran alegatos.
En la mañana había comenzado un recorrido, casi inútil, por todo Saint Mary, buscando un nuevo trabajo. Porque aunque me pesara, debía procurar por mí y no dejarme morir de hambre. La angustia, el llanto y el desgano, todo eso lo vivía mientras me paraba delante de cada negocio posible y les pedía un trabajo, la oportunidad de demostrar que yo no era lo que pensaban. Las respuestas fueron casi siempre las mismas: «No, estamos bien», «no, no tenemos vacante», «no, pero te llamaremos si algo». Incluso cuando en la puerta tenían un afiche pegado en el que decían que se buscaba ayudante. No lo entendía, aquella resistencia que ponían en mi contra en los momentos de caída, casi como si fuera justo lo que desearan y que, incluso, tuvieran la necesidad imperiosa de prestar también colaboración en mi detraimiento. Sabía que las posibilidades de conseguir algo eran tan pocas como casi nulas; apenas había terminado el bachillerato y mis habilidades estaban limitadas a los oficios de menor importancia. Pero me conformaba con un pago mínimo, algo que sirviera para mantenerme. Podía vivir con poco, estaba acostumbrada de ese modo y no tenía intención de comenzar con las exigencias. Después de la barrida exhaustiva y sin mayor éxito, a eso del mediodía, me pasé por la casa de Chester con la intención de pedirle algo de dinero prestado. Aun cuando sabía que la posible respuesta fuera un «no» tácito, de cualquier modo, no tenía nada que perder. Lo encontré sentado en el porche de la casa, dormitando; me dio la impresión de que se veía más delgado, pese a que no habían sido sino unas horas de diferencia desde la última vez que nos vimos. Seguía con la cara marcada por la decepción y el cansancio cuando me vi en la obligación de llamarlo para que se despertara del todo, aunque quizá fue demasiado fuerte. Me preguntó que qué estaba haciendo allí, incluso antes de poder preguntarle yo sí le habían dicho algo más respecto al accidente, obligándome a saltarme el protocolo y contarle todo. Contra todo pronóstico, me dijo que esa tarde pasaría al banco y si le iba bien, me pagaría no solo el sueldo del mes completo sino también la liquidación. Que no era gran cosa, pero qué me serviría hasta que por fin consiguiera algo.
«Creo que llegó el momento de que consideres la posibilidad de salir de este pueblo maldito, Moira. Aquí no encontrarás nada sino desgracias», fue lo último que me dijo antes de ponerse de pie y caminar dentro de la casa. Pensé en la posibilidad el minuto siguiente, inmóvil todavía en las escaleras que ni siquiera había podido terminar de subir; no era esa la primera vez que la idea de marcharme de Saint Mary me rondaba. Aunque la dejé a un lado cuando Deva apareció por la misma puerta que él desaparecía. No estaba sola, la acompañaba Keira; amiga que compartíamos en común desde hacía muchos años. Keira siempre había vivido sola y poco o nunca hablaba de su familia ni de la vida anterior al pueblo. Trabajaba en una tiendita pequeña de velas, faroles, alumbrados navideños y a mí me resultaba increíble que no quebraran en un pueblo como este. No era de Saint Mary, pero decía haber sido «llamada» por el pueblo, como forma elegante de decir que no pudo conseguir un lugar mejor a donde ir. Quizá huía de alguien o de algo, no podíamos saber, si es que tuvo una vida de cuidado en otra parte y ahora se resguardaba aquí de las consecuencias. De cualquier forma, era amable y no recordaba ninguna vez que se hubiera sobrepasado en comentarios conmigo ni con nadie. Ella, más que Deva, se alegró de verme ahí. Me abrazó y me dijo que iban saliendo a comer algo, que las acompañara. «No te preocupes, yo pago hoy», me dijo al verme la duda impostada en la cara. Por eso, y porque no tenía nada en casa, me marché con ellas.
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Editado: 11.07.2025