Capítulo 5| Lucas 9:24
Acham andaba a toda prisa por las calles largas y silenciosas de Saint Mary, moviéndose en zigzag para evitar que algo o alguien llegase a verlo. La noche se alzaba sin ninguna premura, rozando ya las horas más cercanas a la madrugada; la desolación de los caminos daba paso a la inmovilidad, al silencio que se batía en duelo con el sonido que producía la brisa estrellándose contra las ramas de los árboles, las casas de madera vieja y, alguno que otro aparatejo que vibraba con el contacto. El ambiente que se respiraba alrededor del pueblucho aquel ya lo había sentido antes, tuvo la certeza de eso una vez salió del averno, era como si lo transportara a cientos de miles de años en el pasado. La época vieja, esa cuando no había polvo y ausencia en el gran trono, sino que vibraba y la lucha por la búsqueda de almas tenía valor verdadero. Desde que Baal le ordenó ascender, con una premisa clara: «vigila de cerca, pero no permitas que te vea», había recorrido la desolación que constituía al pueblo. Y había cumplido con lo dictaminado; la encontró pronto, cuando apenas iba saliendo de la casa vieja donde vivía y desde allí la siguió durante todo el trayecto que hizo. Desde las constantes paradas en locales, de los que salía cada vez más derrotada, hasta la casa del tipo aquel, demasiado grande y confiado para sentarse ahí fuera, poco prudente dada su condición. Había lanzado un escupitajo al piso mientras los observaba conversar.
La confusión no sólo devino de ahí sino que pronto le estuvieron haciendo compañía otras dos jovencitas. Notó en una de ellas algo extraño, como una vibración mágica entre los dedos, pues conocía él a algunos cercanos al averno que también las producían y las utilizaban como puentes. Trataba de cubrir los encantamientos con sonrisas y una ternura que aquella, la señalada por Baal, parecía incapaz de notar. Pese a lo que la presencia de alguien con tales cualidades significaba para el cumplimiento de su deber, continuó siguiéndola, con más precaución. Incluso una vez poseyó el sentimiento de que estuvo a punto de verlo cuando se quedó observando entre los escombros del lugar que Baal había destruido; la vio sentada en el restaurante y esperó con paciencia hasta que estuvieron de nuevo afuera. Acham se había dado cuenta, durante aquellas horas moviéndose entre los recovecos de Saint Mary, que más que un simple pueblo en medio de la nada, aquel lugar era una red inmensa de presencias. Como si algo, en todo el centro, tirara de ellos lentamente. Los arrastraba y, los asentados, no tenían la menor oportunidad de salir. Él mismo lo había sentido después de un rato, el tirón leve en las entrañas y no supo qué hacer porque le resultó, irónicamente, familiar a lo que de Lucifer desprendía para los demonios del averno y las almas condenadas, similar a lo que significaba su sumisión a Baal.
Había un desequilibrio entre la fuerza del cielo, la tierra y el averno. Como si hubiera allí una inclinación, una fuente de nacimiento, pese a que no vio directamente nada que pudiera señalar con los dedos. La sensación fue en aumento cuando ella —y él—, una vez de vuelta a la calle, se cruzaron de frente con Azrael. Acham hubo recordado la gran guerra de antaño y tuvo miedo de la presencia del arcángel, pese a la advertencia de que el cruce podría ocurrir. Baal, en lo que no había mostrado claridad era en la razón nata del interés que pudiese tener el cielo en aquella, y una vez viéndolo allí, arrastrándola tras de él, sintió que alcanzaba un ápice mínimo de claridad en el tema. Los observó conversar en el cementerio en medio de una bruma espesa y, agazapado entre los mausoleos, vio como Azrael se presentaba como arcángel ante ella y la tomaba de los brazos haciéndola caer de rodillas ante él. Y, una vez la dejó ahí, la aterrada jovencita emprendió la huida de regreso a la casa, de donde no había salido más. Acham consideró aprovechar esa situación para retornar momentáneamente al averno y así avisar de la situación a Baal, y llegó hasta los límites del bosque con esa intención, pero sintió el tirón del pueblo y se detuvo.
De alguna forma, se sintió lejano de su propia condición de demonio, como si allí, pisando ese suelo, tuviera la posibilidad de ser algo más que el heraldo de Baal. Eso, casi de forma irónica, lo hizo pensar en una breve conversación que había sostenido con Af, que se inclinaba como servidor de Abalán, minutos antes del ascenso. Af, que era su cercano y a quien consideraba el más leal y centrado de todos los que conocía, le dijo, él que lo que hablaba siempre era poco: «Se mueve con desespero, Baal no mostraba tan irrisible interés por alguien desde antaño. No compartió la totalidad de la situación, ¿qué pasa si la mención del interés del ángel no es más que una falsedad?». Ahora sabía que no había falsedad, pero no consideraba que Af estuviera equivocado en su conjunción de hechos. «¿Hablas sobre manipulación?», le preguntó Acham y él no le respondió al instante. En realidad, ambos parecieron estar en consenso sobre las ambiciones naturales del Duque de los infiernos. «Demasiadas dudas y muy pocas certezas, dijo Af, pienso que, si ves lo que él vio ahí fuera y lo comprendes, prima por la vida de quien sea. Caer en manos de Azrael o Baal, no encuentro mucha diferencia, sería la peor de las condenas». Acham no le había dicho nada, pero ahora las palabras lo habitaban a medida que caminaba de regreso a tomar el papel de vigía. Consideraba a Af un muy cercano suyo, adepto del combate, pero sobre todo de una lealtad inquebrantable, cualidad que escaseaba en los próximos suyos del averno.
Hasta aquel momento no tenían plena conciencia de cuál era el plan del gran oponente. Ante los ojos de Baal, Azrael se movía torpemente, siendo demasiado arriesgado y dejándose expuesto, no solo ante ellos sino ante los humanos mismos. Aquellas horas de investigación le permitieron entender la fascinación que podía haber despertado no solo en el ángel sino también en el demonio. Algo que iba más allá de la belleza física, que pese a la delgadez y al notable mal tiempo que pasaba, la poseía: Moira, era ese el nombre de la jovencita. Moira de Saint Mary. Solo Moira. Moira. No le pareció un asunto de simple coincidencia que fuera ese su nombre: Destino, encarnado. Femenino. La encontró de una rareza casi atrapante, completamente frágil, no solo del cuerpo físico, sino que el alma y esencia estaban agrietadas, casi rota. Como un aguja de reloj que giraba y giraba, sin detenerse. Una presencia, no como las otras que había visto. La de Moira apenas se percibía cuando se le miraba, pero siempre quedaba la absoluta certeza de que era y estaba, iba y venía. Y eso lo asombró aún más, porque se le pareció a la omnipresencia. Acham sintió que podía olerla en el aire, aunque no la tuviera al frente, qué era, y se le pegaba en la piel, fungía como propulsión al envolvimiento que Saint Mary iba aplicando con cada minuto que se pasaba entre sus calles.
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Editado: 11.07.2025