Angels & Demons I (sacrilegio)

Capítulo 6| Salmo 94:20-21

Capítulo 6| Salmo 94:20–21

Moira

«¡Corre, Moira, corre!»

Algo estalló detrás de mí. El mundo había implosionado, golpeándome por la espalda con tanta fuerza que caí al suelo; primero se sintió como un golpe seco, y después se transformó en un oleaje de fuego que me hizo arder toda la piel. Reboté contra la tierra, como si no fuera más que un muñeco carente de vida y fuerza; el aire se me salió de los pulmones y no quedó más que un jadeo sucio y rasposo cuando intenté respirar. Y, aún con el cuerpo casi muerto, sabía que no podía quedarme ahí. La certeza se convirtió en fuerza y aliento, la certeza de la muerte y el peligro fue lo que me obligó a incorporarme apenas unos segundos después del golpe. Me levanté antes de haber pestañado, todavía tambaleando y sintiendo los huesos flojos. La humareda y el polvo se me iban metiendo por la nariz, la boca, los ojos… los sentía traspasándome la piel y pegándoseme en la carne. Me quemaba, y el dolor iba abriéndole paso a la adrenalina. No podía ver con claridad y, más allá de tratarse solo de la consternación, la oscuridad era tan terrible como nunca la había visto, y lo cubría todo. El zumbido agudo que había dejado la explosión seguía perforándome los oídos, como un enjambre de abejas que tenía como único objetivo llegar hasta lo más profundo de mi cráneo.

Todo estaba destruido, el mundo que conocía iba deshaciéndose bloque a bloque. Una nube gigante de polvo espeso y oscuro se levantaba a las afueras de la casa; piedras esparcidas y cuerpos. No estaban muertos, pero sí caídos, algunos se removían e intentaban ponerse de pie. Todos llevaban la misma vestimenta de los que había visto dentro: túnicas blancas recubiertas por las armaduras de metal, muchas de las que ahora se veían agrietadas, manchadas por un líquido oscuro y magro. No sabía cómo era posible, la casa tampoco se había ido abajo, estaba rota, sí, pero seguía ahí, resistiendo de la misma forma en que yo lo hacía. Con la ligera diferencia de que yo no podía quedarme ni un segundo más, pues debía aprovechar aquel mínimo y casi imposible descuido. Tras conseguir llenarme, por fin, los pulmones de aire, eché a correr calle arriba. Y una vez conseguí salir de la nube de polvo, pude ver la claridad de la noche: un gris enfermo y fantasmal cubría todas las calles. Aquellas calles vacías de Saint Mary; tan vacías como silenciosas. No había nadie, no vi a nadie, aunque percibí el murmullo de sombras y el choque del viento contra las ramas de los árboles. Sentí mi propio pecho agitado, tratando de hacer rendir el poco aire que iba colándose por la nariz. Un aire frío, sucio, que me quemaba los pulmones. El pecho iba abriéndose en dos partes y las piernas me flaqueaban cada tanto; de pronto me pareció que no era mucho lo que había podido avanzar.

Pero entonces escuché algo más que mi propio jadeo o las pisadas contra las piedras en el suelo. Oí la voz de ella, de mi madre. No como un recuerdo sino como un eco vivo que arrastraba el aire y casi estuve a nada de detenerme, pues el miedo superaba a la impresión. Sobre todo porque ya la había escuchado antes, cuando me escondía entre la oscuridad de una habitación que alguna vez fue la suya; la había escuchado clara, pletórica, viva y humana. O, por lo menos, eso creí en aquel momento. Ahora volvía cortando el aire, corriendo conmigo y haciéndome temblar. Era su voz dulce y cálida, una que hubiese reconocido sin importar cuántos años pasarán, sin importar que estuviera muerta. Y podía jurar que ésta, por lo menos, era la suya auténtica, porque aquel otro ya no existía.

Antes de poder evitarlo, los pies se me enredaron y caí de lleno al suelo. Al instante sentí que el asfalto me rasgaba parte de la piel de los brazos y las rodillas; del pecho me saltó un grito que parecía más un lamento de alguien que no era humano. De pronto tuve la impresión de que no conseguiría ponerme de pie, de que aquel era mi final y, sobre todo, de que la figura de Azrael emergería entre la noche y por la calle vieja para arrastrarme de vuelta a la casa. Entonces ya nadie vendría a impedírselo, condenándome a las peores desgracias después de haber cometido el más terrible de los errores: confiar.

—¡Ayuda! —grité con el poco aliento que me quedaba—. ¡Por favor! ¡Por favor, alguien ayúdeme!

No hubo ninguna respuesta y casi me pareció inadmisible haber gastado fuerza en aquel intento absurdo, pues conocía bien cuál era mi realidad en Saint Mary. Las casas permanecieron cerradas y mudas. Mi voz, el chillido aquel, rebotó contra las paredes y se perdió en la nada misma, ni siquiera consiguió volver a mí. En cambio, lo que sí volvió fue la voz suya, no la de mi madre sino la de él: «¡Corre, Moira, corre!». Pero ya no estaba en el mundo ni en mi mente, surgía de la misma tierra, del fuego y de las cenizas que había dejado la explosión, de mi propia sangre. Esa que iba dejando manchado el asfalto y que, contra todo pronóstico, me empujó a ponerme de pie. No podía dejar de correr, sin importar cuánto dolor estuviera sintiendo o cuán cansada estuviera, no podía dejar de correr.

Necesitaba, como último recurso, llegar a la estación de policía porque a esas alturas de la noche debía ser el único sitio abierto en el pueblo. Bueno, quizá no abierto, pero se suponía que iban rotando los turnos y que alguien siempre debía haber ahí, alguien que tenía como deber el prestar ayuda a quién lo necesitara. Y yo lo necesitaba, más que nadie. Había ralentizado notablemente la carrera, porque sentía un dolor lacerante en la pierna izquierda que comenzaba a arrastrarla. «¡Ayuda!», grité un par de veces más, sin conseguir ningún resultado diferente al anterior. Sentía una presencia tras de mí, como si dedos largos intentaran sujetarme por los brazos, una brisa fría que me rozaba cerca del cuello y un presentimiento inequívoco; lo arrastraba el aire y vibraba junto a él. Sin embargo, una vez miraba sobre el hombro o me giraba de lleno para ver, no me encontraba con otra cosa diferente a una calle vacía y un paisaje desolador. Ya ni siquiera quedaba rastro alguno de la humarada ni de la casa, había conseguido meterme entre los callejones que conducían al centro del pueblo más rápido.




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