Angels & Demons I (sacrilegio)

Capítulo 7| 2 Samuel 15:21

Capítulo 7| 2 Samuel 15:21

Af

El averno se había convertido en el centro mismo del caos y del bullicio mundano, dejando atrás una calma que fue más bien pasajera. El aire estaba contaminado con inentendibles garlidos que perturbaban a los imperturbables y provocaban maldiciones sobre los ya malditos. Se acumulaban hordas de demonios, que no comprendían las razones sacras del encuentro, pero que de cualquier modo los movía la novedad, la impresión y la necesidad de saberlo. Las voces hablaban de un alma —cuyo valor era grávidamente desconocido— que despertó el interés de los cielos. Palabras mismas de Baal; buscaban usar a un hombre-humano como puente y objeto para la confabulación contra el infierno. Hecho y opinión respaldadas por siglos de historia compartida.

Era, para la mayoría, desconocida la identidad. Lo sabían humano en la simpleza de la palabra. ¿Qué valor tenía un humano contra la fuerza de un demonio?, se preguntaba Af. ¿Qué era aquello que no revelaba y que lo había impulsado a actuar pese a los desacuerdos de sus pares? Pues así había ocurrido: Baal, en autonomía tanto como desobediencia, cumplió con aquella advertencia hecha en horas anteriores y envió, como emisario, a la tierra de los hombres a Acham. Emisario en una misión de la que ninguno otro tenía conocimiento y, pese a que hubo entre ambos intercambio de opiniones sobre aquel encargo, en realidad, fue poco lo que Acham pudo confesarle. Baal, Duque del Infierno, actuaba con intransigencia y aquello resultaba de cuidado, pues el Averno se balanceaba en una cuerda floja que tenía consecuencias terribles para todos los que allí habitaban la oscuridad; hecho que ya establecía lo delicado del asunto. Abalán consideró la ordenanza de Baal como un capricho peligroso, que tentaba la fragilidad del pacto con el cielo, del equilibrio entre los contrarios. Af lo encontró como un hecho impulsivo y sediento, que no podría tener ninguna conclusión favorable y, muy en el fondo, esperaba que Acham mantuviera presente aquella sutil sugerencia que le había hecho, la de no inclinar la balanza para ninguno. Ni cielo ni infierno, sino hombre. El resto de los demonios, en acuerdo o desacuerdo, mantenían la única consagra importante: Baal debía responder ante su señor Lucifer Estrella de la Mañana, fuera cual fuera, el desenlace de todo y de la peligrosa cruzada.

«Dinos, señor nuestro, ¿hemos de esperar más para conocer los resultados de tan impetuoso designio?», le preguntaba Bathin a Baal, su señor, a quién fervientemente servía. Este último lo observaba a él y a los otros demonios suyos desde el trono que le pertenecía, en aquel salón ubicado en uno de los recovecos del infierno. Baal, con extraña actitud, ignoraba ese y los otros cuestionamientos que iban siéndole lanzados; hecho que no interfería en la insistencia con la que seguían arremolinándose alrededor suyo, hablando todos al mismo tiempo, más rápido y más fuerte. Af, cuya posición no cambiaba y no se influenciaba por la incertidumbre del paso del tiempo, observaba la escena desde una de las esquinas; de brazos cruzados y apoyado en uno de los grandes bloques que sostenían la estructura sólida de huesos y barro divino. Más allá del estatuto que poseía y de la imposibilidad de una opinión influyente en Baal, el asunto completo había conseguido mantenerlo atento; reconocía que no se trataba de curiosidad sino más bien de augurio. Una impresión de alguien cuya condición de demonio no le permitía un acceso tan directo a tal sentimiento. No profesaba a Baal ninguna lealtad y tampoco se hincó para ofrecer sus servicios, se mantenía ligado en cambio, a las ordenanzas de Abalán, cuyos deseos parecían suspendidos desde la ausencia primigenia y no poseía, ahora, mayor interés que el de permanecer en la calma aquella que respiraban. Esa misma que Baal ponía en peligro.

Acham, durante aquella fructífera conversación que habían sostenido momentos antes del ascenso a la tierra, intentó persuadirlo de respaldar al Duque desde una posición de elección libre, enajenándose del yugo de inmovilidad al que lo sometía Abalán. Af, mantuvo firmeza en su opinión y media lealtad. «No se trata de convicción», le dijo Acham entonces, «se trata de ver más allá de la obediencia. La eternidad se enfrenta mejor de esa forma». Bajo la mirada insidiosa suya, el argumento carecía de peso, pero afianzado por el presentimiento, terminó llevándolo a estar en aquella esquina, silencioso y vigilante. Escuchaba y pensaba, más no hablaba ni intervenía, por más absurdo que le resultara lo que allí se estuviera diciendo. Las respuestas, por parte de los mismos demonios, fueron presentándose a falta de las respuestas de Baal y, con ellos, levantando un nuevo murmullo que era casi como el de un enjambre de abejas.

Af, ante aquello, consideró que quizá, al menos por un rato y ante la demora de Acham lo mejor era retirarse y pensarlo todo también, pero en un silencio mundano y apartado de ese. Y lo hizo, sabiéndose lejano y ajeno a la vigilancia de los demás, tuvo el impulso de comenzar a caminar despegando el cuerpo del muro de huesos, hasta que, tras haber dado el primer paso, lo sintió; desde los pies hasta la cabeza, como una corriente de luz que se abría paso desde el cielo mismo y lo iluminaba a él. Primero fue un golpe seco y frío en todo el cuerpo, ese que siempre había sido de calor y movimiento. Después, como un rayo que atravesaba en dos mitades todas las voces y dejaba camino solo a una. Una voz diferente que se levantaba sobre las otras: arrastraba calidez, suavidad, pero sobre todo, le pareció a Af que era una voz imposible. Una voz imposible de escuchar en el Averno, de habitarlo, de existirlo. El desconcierto fue lo que le impidió caminar y, por ello, mientras buscaba la comprensión, los pies se le anclaron al suelo convertido en polvo.




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