El aire denso de la mañana se aferraba a mí como una promesa incumplida. Aquel día, el que tanto había temido, había irrumpido con la fuerza de un destino ineludible. Era la hora de despojarme de todo, de reinventarme desde la nada. En la cocina, mamá envolvía con reverencia su kit de cuchillas, un presente de papá en su aniversario, resguardado con el celo con el que otros protegen tesoros ancestrales.
Yo, en la quietud de mi habitación, daba los últimos toques a la ardua tarea de empacar mis figuras de baloncesto, un legado de mi abuelo, cada una impregnada de recuerdos. La idea de dejar atrás a mis amigos y a Dayanara me taladraba el alma. Dayanara, mi faro, la relación más sólida que había anclado mi joven existencia de diecisiete años. Anhelaba un futuro a su lado, un lienzo pintado solo por nosotros dos. Dios, cuánto la amaba.
El eco de sus pasos aún resonaba en el umbral. Nos prometimos llamadas diarias, visitas fugaces cuando el destino lo permitiera. No nos atrevimos a jurar que la distancia no desdibujaría nuestro vínculo, aunque en nuestros sueños, ese abismo nunca había existido. Pero la vida es un torbellino de giros inesperados, y solo nos queda la habilidad de esculpir un nuevo sendero con las migajas de nuestras decisiones.
El rugido del motor de papá anunció el fin de un capítulo, el inicio de una página en blanco. ¿Qué se escribiría en ella? Ni la más mínima idea. El nuevo colegio era una incógnita, pero la ausencia de una cancha de baloncesto me carcomía. La secundaria, mi último año, se alzaba como una montaña escarpada.
Las horas en el coche se estiraban, volviéndose una eternidad. Mi única compañía, un juego en el celular que me absorbía en su monótona repetición. Mamá, en su sabiduría, percibió nuestro tedio, o quizá nuestro agotamiento. Con su voz melodiosa, desgranó una de sus innumerables historias, un bálsamo para el viaje matutino. Horas de carretera, horas de confidencias compartidas, hasta que, por fin, Sorrento se reveló ante nuestros ojos. Un pueblo que irradiaba una calidez inusual.
Papá y yo decidimos detenernos en un peculiar establecimiento a la entrada, que ostentaba el nombre de Mevak, el arte de apreciar las pequeñas cosas. Su aspecto distaba de un restaurante convencional, pero el nombre, eso sí, era pura poesía. ¿Qué bondad podía haber en apreciar nimiedades, me preguntaba? Mamá se adelantó a la casa, con la misión de aguardar al camión de la mudanza, mientras nosotros nos resignábamos a la espera en Mevak, aguardando nuestra comida para llevar. La fila se extendía interminablemente, salpicada de clientes hambrientos y, para mi asombro, un joven que, con una paciencia inexplicable, aguardaba un cappuccino con leche de almendras. La idea de hacer cola por una trivialidad que podía prepararse en casa se escapaba a mi lógica.
Finalmente, liberados de ese peculiar lugar que se autodenominaba restaurante, reanudamos nuestra marcha. La ubicación exacta de la casa de mis padres seguía siendo un misterio. Mamá nos envió su ubicación, y como ella se había llevado el coche, nos tocó emprender el camino a pie.
La casa, al fin, se erigió ante nosotros, su fachada de una belleza innegable. Candelabros rústicos adornaban la entrada, y un porche ofrecía una vista privilegiada de la calle. Lo primero que hicimos fue almorzar y descargar algunas cosas del coche, ya que mamá había decidido agasajarnos con lasaña para la cena. Nos instó a seguir desempacando mientras esperábamos a la persona que nos mostraría la casa.
La razón de la visita de un extraño para mostrarnos lo que ya era nuestro, me resultaba enigmática.
Y entonces llegó. El famoso chico. Lo primero que me impactó fue su forma de hablar, un lenguaje que trascendía su aparente juventud, salpicado de palabras que mi vocabulario desconocía. Al presentarnos, me sentí incómodo. La socialización no era mi fuerte, pero tampoco quería caer en la descortesía.