Las calles de todo Marina Grande comenzaron a llenarse de papeletas invitando al festival anual de Santa Ana. Para mí, la mejor parte de esta celebración no era el bullicio inicial, sino el silencio que le seguía, cuando el cielo se convertía en un lienzo de mil colores, un sinfín de luces que llamábamos fuegos artificiales. Aquellos destellos simples, sin propósito aparente, eran para muchos la prueba de que el ser humano es feliz con lo pequeño, con lo efímero. Pero para mí, eran una lección: el arte de encontrar amor y significado en los detalles más insignificantes.
Mayo ya estaba empezando y el verano se acercaba, prometiendo días largos y noches cálidas. Sin embargo, mi mente estaba en otra parte, anclada en los estudios. El primer semestre estaba por finalizar, y mi objetivo para este último año de secundaria era claro y ambicioso: aprobar con honores y entrar a una de las mejores universidades de Italia. Mi anhelo era estudiar turismo, sumergirme en nuevas culturas, conocer lugares remotos y conectar con personas de todas partes del mundo. La idea de explorar, de aprender más allá de los libros, me impulsaba.
Para alcanzar esa meta, mis notas necesitaban ser superiores al 98%. No era una hazaña imposible; mi promedio actual era del 97.5%. Estaba a tan solo un paso. Solo necesitaba cerrar este último parcial del semestre con una calificación excelente. Pero la presión era asfixiante: la expectativa de mi madre, las miradas de mis compañeros, el peso de ser "la mejor" resonaba en cada rincón de mi mente.
Cuando eres de los mejores estudiantes, la sociedad te impone una carga invisible. Se espera que seas el líder, el infalible, el ejemplo a seguir en todo momento. "Tienes que ser el mejor en lo que venga, la mejor persona cada día", decían. Una lógica impuesta que ignoraba nuestra humanidad. Porque la realidad es que también fallamos, también sufrimos por esos comentarios que nos exigen ser una versión pulcra e inalterable de nosotros mismos. Nos esforzamos por cumplir, por hacer "lo correcto", todo por las expectativas de los demás. Y en ese intento, una pregunta persistente se instalaba en mi cabeza: "¿En realidad soy feliz?".
Para mí, la felicidad no era una constante. La veía como un destello fugaz, similar a esos fuegos artificiales. En cambio, lo que buscaba era la paz. Esa sensación de estar bien con mi madre y con los demás, de liberarme de las críticas destructivas que me acosaban a diario, era mi verdadero motor. Era la tranquilidad de saber que no había decepcionado a nadie, que no me había expuesto a esos juicios silenciosos.
A menudo, me ponía los audífonos, buscando refugio en la música, mientras mi cabeza no paraba de rumiar: "¿En realidad estoy satisfecha?", "¿En realidad estoy dando lo mejor de mí?", "¿Necesito dar aún más?". La música me envolvía, pero las preguntas seguían girando, como un molino incansable, recordándome la delgada línea entre la ambición y la autoexigencia, entre la búsqueda de la excelencia y el anhelo de un momento de verdadera libertad. La universidad de mis sueños me esperaba, pero el camino hasta allí, lleno de expectativas y autoimposiciones, se sentía cada vez más solitario.