Zachary Galecki iba tarde, muy tarde.
Debió estar en el salón de clases a las ocho en punto de la mañana, y no lo había conseguido. Dios, y era un examen importante, el más importante, el decisivo… ¿Por qué justo hoy? ¿Le creería su profesor cuando le diera su excusa?
No le creyó.
Se quedó fuera del salón de clases cuando no se le permitió entrar a realizar su examen luego de haber llegado con quince minutos de retraso.
Sólo habían sido quince minutos, pero para su estricto profesor era lo mismo que toda una vida.
Se sentó en el suelo y dejó salir el aire. Algo tendría que hacer, arrastrarse por una semana implorando compasión, lo que sea, pero no podía perder esta materia. No estaba seguro de poder prescindir de esta nota y confiar en que su trabajo anterior le ayudara a pasar la asignatura. Además, eso afectaría su promedio, y no podía, no podía darse ese lujo.
Quince minutos, se repitió. Estos quince minutos le podían estar costando todo su futuro.
—A veces el futuro te cuesta sólo un segundo —dijo alguien a su lado, y Zachary se asustó al ver a la anciana de pie y apoyada en la pared donde estaba él recostado. Se puso en pie y miró en derredor. ¿Una anciana aquí, en la universidad?
—¿Necesita ayuda? —le preguntó, y la anciana le sonrió.
—Tan galante, como siempre. No, tú necesitas mi ayuda—. De repente, Zachary vio que todos sus compañeros entraban al salón de clases, y eso lo asustó. Ellos ya estaban dentro, ¿no? Los había visto dentro hacía sólo un par de segundos, cuando trató de entrar y su profesor se negó dejándolo afuera.
—Galecki, ¿va a presentar el examen o no? —le preguntó el profesor mirándolo adustamente, y Zachary abrió grande su boca. ¡Pero si acababa de decirle que no!
Qué confuso, primero los estudiantes vuelven a entrar, luego el profesor lo invita al salón…
Miró su reloj. Las ocho en punto.
Qué rayos…
Entró al salón sin pérdida de tiempo, antes de que se hicieran las seis y un minuto, extrañado, confuso, preguntándose si acaso había estado tan estresado que había dormitado allá afuera mientras esperaba al profesor y había soñado que llegaba tarde.
Debía ser eso, definitivamente.
Y olvidó por completo a la anciana.
Es lo que siempre ocurre, suspiró ella, cuando el ser humano experimenta un pequeño milagro; trata de hallarle lógica, trata de adaptarlo a su realidad. Su cerebro rechaza todo intento de aparición de lo sobrenatural. Si no lo puede medir y razonar, no lo puede creer…
Se acercó a Zachary, que concentrado, rellenaba una hoja con operaciones de algún extraño nivel matemático. Él no podía verla, y si la viera, seguro que la ignoraría, por lo concentrado que estaba.
Tú me gustas, le dijo. Vales la pena. ¿Me dejas ayudarte?