Anhelo de amor

3

Amelia volvió a su apartamento luego de dejar a Zack en su hotel. Nunca había visto a Zack ebrio, y en vez de eufórico, coqueto y lanzado, Zack era más bien taciturno, silencioso y melancólico. La miraba y sonreía como si llevara en su pecho el peso de una profunda tristeza. Y no era para menos, pensó; se acababa de divorciar.

Cuando lo dejó solo en su habitación, no pudo evitar sentir un ramalazo de tristeza por él, pero no tristeza por lo que le estaba pasando, sino porque, ahora que todo este tema del tiempo y volver al pasado y todo lo demás se le había metido en la cabeza, no dejaba de preguntarse si acaso la vida de él también debió ser distinta.

Se sacó los zapatos y los dejó de cualquier manera en la sala. Avanzó descalza y se fue quitando la ropa, las prendas, hasta quedar en ropa interior, y sin meditarlo mucho se puso frente al espejo mirando su cuerpo.

Luego de su aborto, ella había engordado más de treinta libras. Todos los medicamentos que tomaba, toda la falta de actividad, el trabajo en el que se había sumergido, todo se había juntado y su cuerpo había dicho basta. Su piel se había vuelto seca, llena de espinillas que no se iban con nada, su cabello se había marchitado e incluso le había surgido una resequedad en el cuero cabelludo que no remitía.

Antes de todo, ella había sido delgada por naturaleza, y su cabello, negro y ondulado, brillaba. Había recuperado su figura y parte de su cabello, pues ahora lo llevaba corto, pero había cosas que no había podido recuperar. Su útero, por ejemplo.

No, no pienses en eso, se dijo caminando al cuarto de baño para darse una ligera ducha y acostarse a dormir. No pienses en eso, no pienses en eso.

Pero casi siempre era su último pensamiento en la noche.

Su madre había fallecido sólo tres años después de eso, cuando ya tenía veinticuatro de edad. Le diagnosticaron cáncer de cuello uterino, y a pesar de todos los tratamientos, todos los esfuerzos, operaciones, quimios y radioterapias, fue demasiado tarde para ella. Estuvo tres meses internada en un hospital, consumiéndose poco a poco hasta que ya no pudo más y se fue. Ella y Penny la habían acompañado día y noche todo ese tiempo, a pesar de lo horrible que le era ese lugar; era su madre y necesitaba su apoyo y consuelo. Al final, había sido ella quien la acompañó en ese último momento. Su madre ni siquiera había tenido fuerzas para decir unas últimas palabras, pero no fueron necesarias, porque ella las entendió. 

Su padre había quedado devastado, y ella no podía más que sentir ira, porque si hubiese ido a tiempo al ginecólogo se habría podido salvar, pero su madre era ese tipo de mujer que consideraba ir al doctor una traición a su fe, y que, sin embargo, no creía en aquello que no pudiera ver; como nunca tuvo síntomas, nunca se preocupó, y cuando ya se sintió muy mal, era demasiado tarde para revertir el problema. 

A partir de entonces, Amelia tuvo mucho más cuidado con su propia salud, fue más estricta con los medicamentos y no se saltó una sola cita. 

Era cierto que tenía muchas amarguras en su alma, pero estaba muy apegada a la vida, y quería vivir bien, sana, con la mayor felicidad posible.

No fumaba, porque definitivamente le parecía asqueroso. Lo hizo sólo una vez, azuzada por Damien, pero nunca siquiera lo volvió a intentar. Bebía sólo de vez en cuando, acompañada de amigas, pero tampoco llegaba a embriagarse. Trataba de comer saludable, tomaba vitaminas, y en general, se cuidaba.

Cuando iniciaba una relación, lo hacía casi siempre por no estar sola, por divertirse un poco. Una pequeña parte de esas relaciones habían avanzado a algo más, como fue el caso de Joseph, con el que las cosas se pusieron tan serias que incluso él le habló de matrimonio e hijos.

Joseph era un buen hombre, le encantaba, se habría enamorado, pero debido a sus fracasos anteriores había aprendido a ir despacio en ese sentido. Y su precaución había valido la pena, pues, cuando le dijo que no podía tener hijos, él había cambiado. No de repente, pero sí que cambió. Al final, él simplemente se había ido de la ciudad, sin más despedida que un adiós, y ella se había quedado otra vez con el corazón roto, una herida nueva sobre una vieja cicatriz.

 Trató de asimilarlo, de no llorar, pero no le fue posible. Y ella no lo podía culpar.

Todas sus historias de amor habían terminado de manera similar… ellos siempre buscaban a otra mujer y con ellas tenían hijos.

Si pudiera devolver el tiempo…

Había pensado en adoptar. Una niña… sería hermoso. Ella la criaría, le daría la mejor educación, la mejor alimentación, la mejor ropa… Y cuando fuera adolescente, viajarían juntas por el mundo. Ella le enseñaría a no confiar ciegamente en los hombres, a pesarlos y medirlos como se debe. Le diría: mira cómo trata a su madre, mira cómo trata a sus hermanos, pues así te tratará a ti. Le diría: sí hay hombres que se enamoran, sí hay hombres que valen la pena, pero son escasos, son preciosos. Si encuentras uno, atesóralo.

Una niña adoptada era una solución ideal. No tendría padre, pero la tendría a ella, cuando antes no tuvo nada… No sabía si era un pensamiento mezquino, pero ella tenía amor para dar. Sabía que sería una buena madre.

Pero en todos estos años no se había atrevido siquiera a hacer la solicitud. Tenía miedo.

Cerró sus ojos debajo de las sábanas sintiendo de nuevo sus ojos humedecidos.




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