Anhelo Prohibido

Prefacio

Desde la ventana podía ver el jardín repleto de invitados: risas, copas alzadas, trajes impecables. Todo era perfecto. Y eso, precisamente, lograba que me sintiera fuera de lugar.

—Vamos, Rose, no seas aburrida —dijo Katherine con su sonrisa perfecta, como si todo esto solo fuera un simple juego—. Prometo que será la última vez que te pida esto.

Apoyé la frente contra el cristal, observando cómo el viento movía los velos blancos que colgaban de los pilares

—Kat, esto es una completa locura —murmuré sin apartar la mirada de la multitud—. Si alguien se da cuenta de que no soy tú, esto no va a terminar bien.

Ella se dejó caer en el sillón con dramatismo, como si no estuviera a punto de casarse con un hombre al que no amaba. Su madre, Diana, había cerrado un trato con los Russell hacía meses, y el matrimonio era el broche perfecto para unir ambas familias. Negocios, apariencias y prestigio. Amor, ninguno.

Por suerte, yo fui adoptada por una familia sencilla, lejos de toda esta falsedad.

O al menos eso era… hasta que los perdí.

Katherine se levantó y caminó hacia mí. Su reflejo en el espejo era idéntico al mío, pero donde en mí había incertidumbre y sencillez, en ella brillaba la determinación.

—Rose, ninguno de ellos sabe que existes —me recordó con esa suavidad venenosa que la caracterizaba, como si el hecho de ser un secreto viviente fuera una ventaja—. Ni Liam, ni sus padres. Ni siquiera mis amigos. La única que podría descubrirte es mi mamá, y está demasiado ocupada revisando los arreglos.

Tomó mi mano con firmeza, y en ese acto reconocí el mismo gesto de siempre: la insistencia que usaba cuando nos encontrábamos a escondidas en la universidad, cuando intercambiarnos todavía parecía un juego inofensivo.

—Es solo por hoy —susurra—. Por favor, Rose… si hay alguien en el mundo en quien puedo confiar, eres tú.

La miré en silencio. Sabía lo que callaba: no quería casarse. Quería escapar. Ser libre, aunque fuera por un día. Tragué saliva, consciente de que, si aceptaba, no habría marcha atrás.

—Más te vale estar aquí cuando todo acabe —murmuré, tomando el velo de sus manos.

Una vez con el vestido puesto, la seda blanca abraza mi piel como si no quisiera soltarme. Me miré al espejo y, por un instante, fue como si no existiera. Ya no era Rose. Era Katherine Evans, la hija perfecta.

—Gracias —susurró Kat antes de salir de la habitación.

Un sudor frío recorrió mi espalda. Mis dedos entumecidos se aferraron al velo como si fuera un salvavidas. El mundo parecía acelerarse y ralentizarse al mismo tiempo. El peso del vestido, el perfume ajeno, la mentira respirando sobre mi piel… todo era abrumador.

—¡Katherine! ¡Por Dios, te quitaste el maquillaje! —Diana, la madre de Kat, entró agitada, sosteniendo un bolso de cosméticos—. Siéntate, llamaré a Sara para que te arregle.

Me observó con cariño… o eso creí ver. Sentí una presión en el estómago. No debía estar aquí. No debía desear que esto fuera mío. Pero, por un instante, me convencí de que estaba bien sentir lo que estaba prohibido para mí.

Sarah trabajó en silencio, sus pinceles rozando mi piel hasta borrar cualquier rastro de mí. Cuando se apartó, no pude emitir ninguna palabra, el nudo en mi garganta me ahogaba.

—Katherine, ya es hora —avisó una de las damas. Miré su vestido, pensando que quizás en algún otro universo, mi existencia no sería un secreto y estaría usando uno igual.

Seguí sus pasos automáticamente. Al salir, el aire cálido de la tarde me golpeó el rostro y la música empezó a sonar. John Evans, el esposo de Diana, me esperaba en el pasillo con una sonrisa que no me pertenecía.

Y al fondo estaba Liam.

Su mirada me encontró de inmediato, y el mundo pareció encogerse hasta que solo existimos nosotros dos. Respiro hondo, intentando no temblar. Nadie sabía que no era ella. Nadie, excepto mi propia conciencia.

El sacerdote hablaba, y las palabras llegaban como un eco distante.

—¿Katherine? —me llama el sacerdote—. Es su turno, debe decir sus votos.

Liam se veía inquieto, y ver a los invitados esperando mi respuesta me confirmó que ellos también lo estaban.

—Perdón, me distraje —apreté mis manos con las de Liam, sintiendo cómo mis nervios se apoderaban de mí.

¿Qué se supone que debía decir si no era ella?

Entonces abrí los labios y mentí. Miento con el alma, con el corazón, como si fuera lo más natural del mundo, prometiendo amor eterno por alguien que no me pertenecía.

Aunque en el fondo decía la verdad.

Cuando Liam deslizó el anillo en mi dedo, algo dentro de mí se quebró. La hermosa joya le pertenecía a ella … pero era yo quien la llevaba puesta. Fingir ser otra persona era fácil. Lo difícil era mirar a los ojos al hombre que amaba y mentir, sabiendo que cada palabra era una puñalada directa al corazón.

El transcurso de la tarde se siente como un sueño, pero al llegar la noche, se convierte en la pesadilla que más temía. Cada sonrisa y mirada de Liam eran una astilla, un recordatorio cruel de lo que nunca sería mío.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.