Anillo De Obediencia

Prologo

El aire estaba impregnado de un silencio pesado, como si el universo entero contuviera la respiración. En las sombras del cuarto, el débil parpadeo de una vela se batía entre la vida y la muerte, lanzando sombras que danzaban al compás de una música callada, el murmullo de las antiguas murallas que conocían secretos y susurros que no se atrevían a escapar.

Los muros, gruesos y fríos como el alma de un espectador distante, se erguían como guardianes de una oscuridad eterna. Allí, en ese espacio sombrío y solemne, dos presencias habitaban, y una tercera se asomaba a través de la maldad misma.

Eran jóvenes, pero el tiempo se los había robado, había desgarrado los años de inocencia y los había reemplazado por la pesada capa de una vida que se les imponía, una existencia que ni siquiera ellos comprendían del todo.

Izan tenía la mirada de quien ha visto la verdad demasiado tarde, pero nunca ha dejado de buscarla, ni siquiera cuando las cadenas invisibles se le clavaban más hondo en la piel, más en el alma.

Con su cabello negro como la noche sin luna, su cuerpo fuerte pero recubierto de una fragilidad de mármol, Izan se sentía como un prisionero dentro de su propia piel. Era atractivo de una forma cruel, como un ángel caído, perdido entre sus propios demonios, buscando desesperadamente lo que jamás podría tener: la libertad.

Había nacido para ser algo que nunca sería. Los hombres lo deseaban, las mujeres lo adoraban, pero todo eso era solo una ilusión vacía. No era su culpa, pensaba. ¿Acaso se puede culpar al árbol por no elegir el viento que lo acaricia? No, el árbol crece, se inclina y se sacrifica, y así era él, Izan, inclinado y sacrificado a las reglas crueles de un destino ajeno.

Su padre, Victor, lo había moldeado desde su niñez con manos invisibles, como un escultor que cincela la piedra para transformarla en lo que jamás soñó ser, pero que debía ser por la fuerza de la voluntad ajena. Victor, el hombre de rostro severo y mirada cortante, había decidido por Izan lo que debía ser: su hijo perfecto, uno que obedeciera sin cuestionar, uno que siguiera las reglas de un mundo que no estaba hecho para su naturaleza.

Victor había pasado años buscando la solución perfecta, una solución que no era más que una mentira embellecida, un manto dorado que ocultaba el veneno que mataba a su hijo poco a poco. Y así, cuando Izan cumplió la mayoría de edad, su padre lo encontró: un anillo, tan pequeño, tan insignificante, pero cargado de un poder oscuro que convertía la voluntad en polvo. Un anillo con una piedra roja, la sangre de un dios antiguo, cuya única función era someter, moldear, controlar y esclavizar.

La piedra brillaba como un ojo vigilante, un símbolo de la sumisión absoluta. Izan había sentido el calor de su metal helado cuando su padre lo colocó sobre su dedo, y la fría promesa de la obediencia había comenzado a latir dentro de él, un latido ajeno, un latido que le robaba el suyo propio. Cada vez que intentaba resistirse, el dolor lo ahogaba, la desesperación lo llenaba. La presión de ser quien no era se convirtió en un peso insoportable.

La primera vez que lo sintió, pensó que su alma había sido arrancada. Pero el dolor no era nada en comparación con el horror al darse cuenta de lo que su padre había hecho. Izan ya no podía ser libre, ya no podía seguir sus propios deseos. El anillo lo obligaba a amar lo que debía amar, a rechazar lo que su corazón había elegido. El padre había ganado, y Izan se convirtió en su más obediente soldado, preso de su propio cuerpo.

Pero en la oscuridad de su condena, Izan descubrió algo que su padre no podía prever. En su interior, mientras la obediencia se apoderaba de él, algo más florecía, algo que su padre nunca había esperado: el amor. Un amor prohibido, sin formas ni palabras, un amor que lo hacía temblar en la soledad de su habitación, un amor que surgía de las entrañas del miedo, del deseo reprimido. Un amor por otro hombre.

Adrian, su salvación y condena.

Adrian apareció en la vida de Izan como una sombra, primero, con su andar suave, su presencia misteriosa. Un joven de ojos dorados como dos soles y una sonrisa como la luz que se esconde entre las sombras. Adrian no sabía nada de lo que Kieran llevaba dentro. Izan no le había hablado de la prisión que llevaba puesta, de la cadena invisible que lo hacía actuar contra sus propios deseos.

Pero Adrian, sin saberlo, era la chispa que podía encender la oscuridad. Cada palabra que compartían, cada mirada robada, era un paso hacia lo inevitable. Un paso hacia la rebelión. Y mientras Izan lo miraba, sintiendo el ardor de un amor que su corazón ya no podía negar, algo dentro de él se rompía, una brecha en el muro de su sufrimiento se abría. Adrian lo veía, pero no podía ver el peso que Izan llevaba sobre sus hombros.

Pero el amor no conoce cadenas, ni anillos ni maldiciones. El amor es un eco salvaje que grita dentro de las entrañas de la carne, que se abre paso entre las sombras más oscuras. Y en el silencio de su alma, Izan empezó a escuchar ese eco. Un eco que resonaba en sus venas como el canto de una sirena: Adrian.

El amor de Adrian por él sería la única esperanza para Izan, pero también la mayor tragedia. Porque en la guerra entre el amor y el poder, ¿quién ganaría?

La belleza de Adrian no era solo su apariencia, sino la promesa de lo imposible. Cada vez que Izan sentía su piel cerca, una sacudida recorría su cuerpo, un grito interno que quería liberarse, que deseaba pertenecer, que deseaba ser libre. Sin embargo, el anillo era su carcelero, y su padre el vigilante eterno.

Adrian no comprendía completamente lo que sucedía, pero sí veía el sufrimiento en los celestes ojos de Izan, ese brillo apagado, esa luz que ya no se encendía como antes. Sus dedos deseaban rozar los de Izan, pero temía ser un intruso en una vida que Izan no podía compartir, no como realmente deseaba.

Izan, atrapado entre dos mundos, sentía el peso de su condena cada vez que su padre lo miraba. Victor había dejado de ser un hombre y se había convertido en un espectro, un dios frío y distante que exigía el sacrificio de su hijo para mantener su mundo intacto. La carne de Izan, su alma, su amor, todo era un precio demasiado alto por la aceptación de un hombre que jamás lo amó.




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