Anillo De Obediencia

La Obediencia Silenciosa

La sala estaba llena de luces brillantes que se reflejaban en los candelabros dorados, lanzando destellos que parecían querer iluminar los rincones oscuros de las almas que se encontraban en su interior. La alta aristocracia se reunió esa noche como una tribu ancestral, reunida no por lazos de sangre, sino por la fría aceptación del poder y el status.

Sus risas eran vacías, y sus conversaciones una coreografía ensayada con la que deslumbraban al resto. Las máscaras de cinismo y elegancia cubrían un abismo de egoísmo y desdén. Pero entre ellos, uno destacaba, uno cuya belleza era un destello en la oscuridad, aunque no por ello menos atrapante.

Izan Volkov era un joven que había crecido entre estas paredes doradas, entre estos roces frívolos y este aire cargado de expectativas inalcanzables. Su presencia causaba una quietud momentánea en todos los presentes, una vez que cruzaba el umbral del salón.

Con su cabello negro, lacio como el ala de un cuervo, sus ojos celestes profundo, fríos como el hielo que decora las montañas más remotas, y una figura esculpida que parecía sacada de la más perfecta escultura, Izan no solo era deseado, sino venerado.

Su inteligencia era tan afilada como una espada, y su capacidad para deslizarse en cualquier conversación lo hacía aún más intrigante. Todo en él parecía una sinfonía de perfección, un poema a la belleza que el mundo no dejaba de admirar.

Pero si alguien lo miraba más allá de la fachada, si alguien tuviera el coraje de entrar en su alma, vería algo muy diferente. Algo oscuro, algo enterrado profundamente bajo capas de indiferencia. El anillo.

El anillo lo apretaba cada vez más, una presión constante, un recordatorio de que su libertad no era más que una mentira. Un artefacto hecho de metales antiguos, de orígenes oscuros, con una piedra roja que brillaba intensamente, como la sangre de un dios caído.

Cada vez que Izan intentaba hacer algo que no era aprobado, el anillo lo controlaba. Sus manos temblaban levemente mientras sentía cómo su voluntad se desvanecía, arrastrada por la fuerza imparable de esa joya infernal.

Era un esclavo, pero no lo podía admitir. Su ser estaba atrapado entre el deseo de rebelarse y la orden implacable que surgía de su padre, Victor Volkov. Victor, el patriarca, el hombre que había forjado la familia Volkov a través del hierro y el fuego, cuyo amor por el control se extendía incluso a su propio hijo.

Victor no solo era un hombre poderoso, era un hombre cuya única verdad era el dominio absoluto, la sumisión ajena como el mayor triunfo. Y había conseguido lo más importante: Izan. El joven cuyo cuerpo era la imagen misma de la perfección, pero cuya alma había sido aniquilada.

A medida que caminaba por el salón, entre los murmullos y las miradas de admiración de los aristócratas, Izan sentía el peso del anillo sobre él. El frío metálico que le recorría el dedo como si fuera un grillete invisible, aprisionando cada pensamiento, cada intento de revelarse.

Las sonrisas de los demás lo miraban como a una joya, una pieza rara en una vitrina dorada. Las mujeres lo deseaban, los hombres lo envidiaban, pero todos veían solo lo que él les permitía ver. La fachada perfecta. Nadie sabía del monstruo que lo devoraba por dentro. Nadie veía que detrás de la máscara de encanto y gracia se escondía un alma desgarrada, una mente llena de gritos silenciados.

Con cada paso, la angustia lo devoraba. El deseo de ser libre, de escapar de esa jaula de plata, crecía cada vez más, pero el anillo siempre estaba allí, observando, controlando. Izan solo podía seguir adelante, seguir sonriendo, seguir siendo el hijo perfecto que su padre había diseñado para él. Y aunque su corazón gritaba por algo más, por algo más verdadero, su voluntad era una sombra que se desvanecía en el aire denso de la habitación.

Y entonces, de entre la multitud, apareció. Adrián Ravenscar, un joven aristócrata recién llegado a la ciudad. Era de complexión delgada, su rostro hermoso y algo perturbador, como una estatua incompleta que aún pedía ser terminada. Sus ojos, dorados como el sol, no se perdían en la superficialidad que rodeaba el evento. Había algo en su mirada que hablaba de mundos lejanos, de secretos sin revelar. Era como un espejo oscuro que reflejaba a Izan en su totalidad, pero de una forma que él mismo aún no entendía.

Izan lo vio por primera vez cuando Adrián entró, como una sombra que se desplaza entre las luces y la elegancia de los nobles. En ese momento, algo dentro de Izan se detuvo. No fue un golpe de atracción instantánea, no fue una chispa. Fue algo más profundo, algo que resonó en lo más hondo de su ser. Una conexión. Un susurro de algo que había olvidado. Algo que había sido sellado, enterrado bajo capas de obediencia y control.

Sus ojos se encontraron por un breve instante, y ese pequeño roce de miradas bastó para que Izan sintiera la vibración de su propia alma, algo que había estado dormido durante tanto tiempo. El control del anillo se intensificó de inmediato, como un látigo que azotaba su mente. Las órdenes de su padre no tardaron en llegar, como una sombra que lo aplastaba.

— Ignóralo. No lo mires. No sientas nada.

El joven Izan tragó saliva y, con una rapidez que le dolió, desvió su mirada hacia el otro lado del salón, obligándose a observar las conversaciones vacías y las sonrisas falsas que lo rodeaban.

Adrián, sin embargo, no lo dejó ir tan fácilmente. Podía sentir que algo no estaba bien, que algo se ocultaba detrás de esa fachada de perfección. Había algo en los ojos de Izan, una sombra, una lucha que no encajaba con su apariencia. Los ojos de Adrián no mentían. Nunca lo hicieron.

Cuando la fiesta avanzaba y las luces empezaban a teñir de oro las sombras, Adrián se acercó a Izan, intrigado por el joven que no era como los demás. Se encontraba solo, apartado de la multitud, y aunque parecía un prisionero de su propio cuerpo, no podía negar que su presencia le atraía.




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