La mansión de Adrián Ravenscar era un lugar de secretos, donde la sombra y la luz jugaban a esconderse entre las paredes adornadas por tapices antiguos y espejos de marco dorado. La música suave de un piano distante flotaba por los pasillos, pero en esa noche particular, la quietud se tornaba densa, como si el aire mismo estuviera esperando algo que aún no había llegado.
El corazón de Adrián latía más rápido de lo que estaba acostumbrado. Había algo inexplicable que lo impulsaba a abrir una puerta cerrada dentro de su ser, a permitir que el extraño magnetismo que sentía por Izan Volkov tomara el control.
La puerta al final del pasillo, donde se encontraba la biblioteca privada de Adrián, se abrió con un leve crujido. Allí, en la penumbra, Izan estaba esperando, como una sombra que se deslizaba entre las grietas de la luz de la luna. Su figura alta y elegante estaba apenas delineada por la luz tenue que se colaba a través de las ventanas, pero sus ojos brillaban con una intensidad que Adrián pudo sentir en su pecho.
Izan parecía un hombre atrapado en su propia prisión de cristal, como una obra de arte que jamás podría ser tocada ni comprendida. El anillo en su dedo brillaba débilmente, un recordatorio de la cadena invisible que lo mantenía cautivo. Sin embargo, a pesar de esa calma externa que parecía cubrir su ser, sus ojos traicionaban el caos que se libraba en su interior.
Adrián lo observó un momento, la inquietud palpitando en su pecho como un tambor distante.
- Izan...- susurró, su voz bajando en un tono de curiosidad, pero también de preocupación.
Algo en su ser se aceleraba al verlo allí, tan cerca, tan distante a la vez. Izan levantó la cabeza lentamente, sus ojos celestes tan profundos que parecían perderse en la oscuridad misma. Pero había algo más, algo que escapaba de su control. La atracción, esa necesidad de estar cerca de Adrián, esa fuerza inexplicable que lo arrastraba hacia él, era más poderosa que el dolor que el anillo le infligía.
- ¿Por qué...?
La pregunta se escapó de su boca sin que pudiera evitarlo, un susurro de desesperación y frustración. Pero la magia del anillo lo alcanzó inmediatamente, y el calor del metal comenzó a expandirse en su dedo, recordándole el precio de cualquier intento de rebelión.
La presión aumentaba a medida que su voluntad comenzaba a disiparse, reemplazada por una sensación opresiva, como si su propia alma se disolviera lentamente en el aire.
- No... no puedo... no puedo ser quien quiero ser....
La voz de Izan tembló, como si la simple pronunciación de esas palabras le causara un dolor físico. Sus dedos se aferraron a la tela de su chaqueta, un gesto que parecía más por necesidad que por voluntad.
Adrián dio un paso hacia él, la confusión en su rostro tiñéndose de algo más profundo.
- ¿Qué quieres decir?- preguntó, su voz ahora llena de esa rara vulnerabilidad que nunca había experimentado antes, un deseo de comprender lo que Izan no podía decir.
Pero Izan, encerrado en la cárcel dorada del anillo, solo podía mirar hacia abajo, incapaz de sostener la mirada.
- Quiero...- La palabra quedó suspendida en el aire. - Quiero... pero no soy libre. No puedo serlo.
El corazón de Adrián dio un vuelco. Esa frase, tan simple, estaba cargada de una emoción tan poderosa que le atravesó el pecho como una flecha. Algo en la expresión de Izan, algo en su dolor callado, le hizo sentir que lo estaba entendiendo por primera vez, como si estuviera mirando el reflejo de sus propios temores, sus propios deseos reprimidos.
El tiempo se detuvo entre ellos, y Adrián pudo ver el sufrimiento palpable en Izan. Sus ojos brillaban con una mezcla de desesperación y deseo. Deseo por él. Deseo por ser libre. La contradicción entre lo que su alma gritaba y lo que su cuerpo no podía cumplir era un tormento tan profundo que Adrián casi podía tocarlo. No era solo el control de su padre lo que lo mantenía atado, era la lucha interna entre lo que quería ser y lo que le habían ordenado ser.
- Izan, no tienes que... no tienes que estar solo en esto, - dijo Adrián, acercándose aún más.
Sus palabras flotaban en el aire como un suave roce, intentando atravesar la coraza de dolor y miedo que Izan había construido alrededor de su alma.
Izan levantó la vista, sus ojos encontrándose con los de Adrián, y por un momento, el mundo entero pareció desaparecer. La tensión entre ellos creció como un cable tensado, casi eléctrico, como si todo lo que los rodeaba fuera solo una ilusión.
El peso del anillo aún estaba allí, implacable, pero el calor que sentía junto a Adrián lo hacía dudar de todo, lo hacía querer creer que la libertad podría ser más que una promesa vacía.
- No puedo...- dijo Izan con una voz quebrada, pero Adrián no retrocedió. En ese momento, no podía ignorar el dolor en los ojos de Izan, no podía permitir que se alejara sin más.
- Sí puedes. Tú solo no lo ves aún,- respondió Adrián con ternura, como si estuviera hablando más con él mismo que con Izan.
La dulzura en sus palabras, la suavidad de su toque cuando colocó su mano sobre el brazo de Izan, hizo que la tensión en el aire se rompiera en una fracción de segundo.
Izan, incapaz de resistir más, cerró los ojos, sintiendo que la magia del anillo se desvanecía por un momento, incapaz de mantener su control sobre él. El deseo lo ahogaba. Quería sentir la calidez de Adrián cerca de él, quería entregarse a esa conexión que había crecido entre ellos en tan poco tiempo.
Y en ese instante, Izan permitió que sus labios se acercaran a los de Adrián, como un río que finalmente rompía la presa que lo había detenido por tanto tiempo. Los besos fueron suaves al principio, como si ambos temieran que cualquier movimiento en falso pudiera destruir lo que estaba naciendo entre ellos. Pero luego, como una llama que se avivaba, el beso se profundizó.
La desesperación de Izan, la desesperación de no poder ser quien era, se mezclaba con la ternura de su amor oculto, y en ese beso, Adrián lo entendió. No era solo deseo físico lo que los unía, sino una lucha contra algo más grande.