Anillo De Obediencia

La Sombra del Control

La mansión Volkov era un lugar donde el sol nunca parecía brillar con la misma intensidad que en el resto del mundo. La luz que entraba por las altas ventanas era difusa, como si el propio espacio hubiera absorbido la vida de todo lo que lo rodeaba. La atmósfera era densa, cargada con la sensación de una autoridad que se imponía sin esfuerzo, pero de una forma tan implacable que dejaba a todos atrapados en su esfera de influencia.

En la biblioteca de la mansión, la mayor parte del día era una penumbra que parecía nunca desvanecerse, como si los gritos de los fantasmas del pasado aún resonaran en las paredes cubiertas de estanterías de madera antigua.

Victor Volkov caminaba con paso firme, sus botas resonando sobre el suelo de mármol pulido. Él era un hombre de poder, un hombre cuyo dominio no solo alcanzaba a los demás, sino que se extendía incluso sobre la voluntad de su propio hijo. La sed de control de Victor no tenía límites. Había logrado doblegar a los más poderosos, y había hecho de Izan su mayor triunfo, su mayor obra maestra de dominio y control.

El aire parecía volverse más denso a medida que Victor se acercaba a su hijo, quien estaba sentado frente a un escritorio, la cabeza baja, los ojos vacíos. La mirada de Izan Volkov ya no era la misma. Esa chispa que había brillado en su interior, esa humanidad que alguna vez luchó por salir, se había desvanecido. Ahora solo había una sombra de lo que una vez fue. Una sombra que obedecía, que decía sí, padre como un eco vacío que retumbaba en su mente.

Izan sentía el peso del anillo sobre su dedo, como si el metal se fuera incrustando cada vez más profundo en su carne. La piedra roja brillaba débilmente, como una señal constante de su condena. La magia oscura del anillo, que alguna vez había sido solo un toque sutil, se había vuelto más fuerte con el paso de los días, alterando cada uno de sus pensamientos, cada una de sus decisiones.

El poder de su padre, transmitido a través de ese maldito artefacto, se había convertido en su nuevo amo. Sus pensamientos ya no eran suyos. Sus deseos ya no eran suyos. Era como si su alma fuera una página en blanco que se llenaba con las órdenes de su padre.

El sonido de la puerta abriéndose cortó el silencio de la estancia. Victor Volkov se paró frente a su hijo, observándolo con esa mirada implacable que lo había formado, que lo había transformado en lo que era ahora.

- Izan - su voz era baja, pero llena de poder, cargada con esa autoridad que siempre le había resultado tan natural. - Levántate.

Izan obedeció al instante, sin resistencia.

- Sí, padre,- sus palabras salieron como un susurro, como si estuviera perdido en una niebla espesa, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera cumplir con lo que se esperaba de él.

No sentía vergüenza, no sentía enojo. Solo una vacuidad que lo envolvía, como si su cuerpo estuviera presente, pero su alma ya se hubiera ido.

Victor lo miró fijamente, su rostro serio y calculador, como si estuviera evaluando cada movimiento de su hijo, cada reacción que Izan pudiera tener. Sabía que lo había atrapado, y disfrutaba de ello. Disfrutaba viéndolo perderse a sí mismo mientras él continuaba siendo el único faro en su vida. El control, la obediencia, la sumisión de su hijo, le daban poder. Victor sentía que controlaba no solo a Izan, sino a la voluntad misma del destino.

- Eres mío, Izan,- dijo con una voz baja, suave pero cruel. - Mío para siempre.

Izan sintió el peso de esas palabras en su pecho, como si su corazón fuera una piedra, apretada por el control implacable del anillo.

- Sí, padre - respondió, su voz apagada, como si las palabras fueran una cadena más que lo envolvía.

Victor se acercó a él, casi tocando su rostro, y con un gesto firme, le dio una orden.

- Vístete. Quiero que salgas conmigo. Es hora de que recuerdes tu lugar.

Izan lo miró, pero no vio más que la figura de su padre, esa figura gigantesca que se alzaba sobre él, dictando cada uno de sus movimientos. El deseo de rebelarse se apagaba más y más con cada día que pasaba. El anillo lo había cambiado, le había robado su libertad. Ahora, incluso su mente parecía no ser capaz de cuestionar nada. El poder del anillo lo había consumido por completo.

- Sí, padre, - murmuró una vez más, como una marioneta, sus palabras vacías, la lucha interna apagada por la fuerza de la magia.

Y entonces, la orden llegó. El control absoluto de su padre no tenía límites, y Izan era la prueba viva de ello. Victor lo miró con una sonrisa cruel, y le dijo algo que nunca hubiera imaginado hacer, algo que jamás hubiera aceptado si hubiera sido libre.

- Ve a la fiesta de esta noche, -dijo Victor, - y ve a esa mujer que está tan enamorada de ti. Hazla sentir que eres suyo. Hazla creer que eres el hombre que desea. Pero no la toques. No dejes que sienta el peso de tu cuerpo. Eso será lo más cruel. La más humillante de todas tus victorias. Y luego, cuando se haya rendido por completo, me contarás todo sobre ella.

Izan se quedó paralizado. No podía creer lo que escuchaba. Él jamás haría algo así. Jamás. No podía humillar a alguien de esa manera. No podía utilizar a una mujer solo para el placer de su padre. Pero el poder del anillo lo controlaba. La voluntad de su padre se filtraba en su mente y la única respuesta que surgía de sus labios era el vacío:

- Sí, padre.

Izan sintió un nudo en el estómago, el corazón apretado como si estuviera siendo aplastado. ¿Cómo podía ser que todo lo que había sido, todo lo que alguna vez había deseado, ahora estuviera tan distorsionado? El anillo le estaba robando hasta su capacidad para sentir. Estaba condenado a ser solo lo que su padre quería que fuera. Un espectro en su propia vida.

Victor sonrió con satisfacción al ver la sumisión de su hijo.

- Perfecto,- murmuró para sí, disfrutando de su control absoluto. -Lo harás. Porque eres mío.

La noche cayó sobre ellos como una sombra densa y silente. Izan se preparó, como un muñeco, obedeciendo cada uno de los movimientos impuestos por su padre, sintiendo como su alma se alejaba más de él mismo con cada paso que daba. Él no estaba vivo. Estaba muerto, un cadáver que aún caminaba.




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