Anillo De Obediencia

La Danza de Sombras

La fiesta de gala estaba en pleno apogeo. La elegante mansión Volkov estaba llena de aristócratas que reían, charlaban y se deleitaban en la opulencia de la noche. Las luces doradas de los candelabros creaban reflejos en los cristales de los ventanales, mientras los murmullos de la alta sociedad se fundían con la música suave que salía de los instrumentos. Pero, en medio de toda esta pompa y lujo, Adrián Ravenscar se encontraba inmóvil, observando a Izan Volkov desde un rincón oscuro del salón.

Izan, como siempre, parecía la imagen perfecta del hijo de la familia Volkov. Su porte elegante, su rostro impecable, su cabello oscuro que caía con suavidad sobre su frente. Pero Adrián sabía que algo no encajaba. Algo en su expresión, en la forma en que interactuaba con la mujer a su lado, le estremecía.

La mujer, con su vestido de seda brillante y su risa resplandeciente, parecía tenerlo totalmente cautivado. Izan sonreía de una manera que Adrián nunca había visto antes. Reía, hacía gestos encantadores, y hasta se atrevía a sonrojarse en su compañía.

Era la imagen perfecta de un joven aristócrata complaciente, jugando el juego de la seducción que la sociedad esperaba de él. Pero Adrián podía ver más allá. Podía ver la desesperación que se ocultaba detrás de esa fachada perfecta. Los ojos de Izan, aunque resplandecían con una especie de falsedad encantadora, no podían esconder el profundo sufrimiento que se cernía sobre él.

Estás encerrado en tu propio cuerpo, ¿cierto, mi amor?

Adrián pensó, las palabras resonando en su mente como un eco suave, una caricia a través de su conexión. Aunque estaba lejos de Izan, su alma parecía alcanzar la de él. La intensidad del sufrimiento de Izan era palpable, incluso a distancia. Adrián sabía que no podía permitir que todo esto siguiera así. Izan no estaba libre. Estaba atrapado, como un pájaro con las alas rotas, volando en círculos, incapaz de alcanzar el cielo.

Adrián apretó los puños, su mente nublada por la ira. No podía soportar ver cómo Izan se sacrificaba, cómo se sumergía en su propio dolor, intentando ser algo que no era, solo para complacer a los demás. La mujer a su lado, aparentemente feliz, era solo un accesorio en el juego de su vida, una pieza más en el tablero de poder de su padre.

Mientras Adrián contemplaba la escena, su mirada se desvió hacia Victor Volkov, el patriarca de la familia Volkov. Victor estaba de pie, en el centro del salón, observando a Izan con una satisfacción que hacía que la piel de Adrián se erizara. Victor se deleitaba al ver a su hijo en el centro de la atención, disfrutando de su victoria sobre él, de su total dominio.

Cada movimiento de Izan, cada sonrisa que forzaba, cada gesto que hacía para complacer a la mujer a su lado, le pertenecía. Victor Volkov, el hombre que había construido un imperio, el hombre que había transformado a su hijo en una pieza de su propio juego, estaba casi vibrando de satisfacción, como un gato que observa a su presa, sabiendo que está bajo su control absoluto.

Sin embargo, en la mirada de Victor, había algo más. Un odio oculto. Adrián, el joven aristócrata dorado y misterioso que no se sometía al poder de Victor Volkov, estaba allí, observando, presente pero fuera del alcance de la manipulación de Victor. Adrián nunca había sido una pieza fácil de mover en este tablero de poder.

Ninguna de las artimañas que Victor había utilizado para dominar a los demás aristócratas había funcionado con él. Adrián era un misterio para todos. Su estatus en la alta sociedad era inquebrantable, pero más allá de eso, su voluntad era indomable. Victor, que acostumbraba a hacer de los demás lo que deseaba, no podía entender cómo alguien como Adrián se mantenía tan por fuera de su control.

Ese pensamiento lo perturbaba. Adrián Ravenscar era una amenaza para su poder, y aunque Victor no lo mostraba abiertamente, el odio hacia él comenzaba a gestarse en lo más profundo de su ser.

Si quería mantener su control sobre Izan, Adrián no podía seguir siendo una presencia incómoda, una sombra sobre la perfecta imagen que había construido con su hijo. Victor sabía que tendría que lidiar con él tarde o temprano, aunque aún no sabía cómo hacerlo.

Pero esa noche, todo el poder de Victor parecía concentrarse en Izan, en su control, en su obediencia. Izan seguía bailando, sonriendo a la mujer a su lado, pero cada gesto parecía desgarrar el alma de Adrián. Era como si cada paso que Izan daba lo alejase más de sí mismo, y la agonía que sentía Adrián al ver a su amado atrapado en esa falsa imagen de felicidad era insoportable.

No soporto más, Adrián…

Los pensamientos de Izan llegaron a él como un susurro. La desesperación en su voz atravesó la barrera de la distancia, el dolor de su ser se filtró en la mente de Adrián, y su corazón se rompió una vez más.

Adrián, con los puños apretados, cerró los ojos por un momento, como si pudiera sentir el peso del sufrimiento de Izan presionando sobre él.

Descuida, Izan, te salvaré. Solo resiste, mi amor.

Las palabras salieron con una determinación férrea, un juramento que Adrián nunca había pronunciado tan abiertamente. Izan sentía el eco de esas palabras en su alma, como un rayo de esperanza en medio de la oscuridad que lo rodeaba.

Izan miró hacia la multitud, hacia su padre, y por un breve momento, sus ojos buscaron los de Adrián. Esa conexión, esa chispa de vida que Adrián siempre le había ofrecido, fue la única que lo mantenía aferrado a lo que quedaba de él mismo.

Sin embargo, el dolor del anillo lo aplastaba. El control de su padre era insoportable. La lucha interna se intensificaba, y las palabras de Adrián resonaban en su mente, como un faro de esperanza en un mar de desesperación.

Victor Volkov, ajeno a este momento de conexión entre los dos jóvenes, observaba todo con una expresión fría, calculadora. Su hijo estaba actuando como debía, pero algo dentro de él sabía que estaba perdiendo el control sobre algo mucho más grande que él mismo. Algo que ni su poder ni su influencia podrían detener. Adrián era el misterio que seguía sin resolver, y Izan era el alma que pronto se liberaría de las cadenas que Victor había puesto sobre él.




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