Anillo De Obediencia

El Despertar de los Sentimientos Prohibidos

La luna, en su pleno resplandor azul, se alzaba como un espectro solitario sobre la mansión Volkov, proyectando su luz etérea sobre la ciudad dormida, mientras las sombras jugaban a esconder los secretos que se arrastraban por los rincones oscuros del castillo.

La niebla espesa que recorría las calles no era solo un manto de bruma, sino un velo que ocultaba la verdad, un murmullo constante de lo que se desvanecía y lo que quedaba atrapado en el aire, en el tiempo.

En la biblioteca de la mansión, las paredes estaban llenas de libros que habían sido leídos y olvidados, de historias no contadas, de pasados que nunca llegaron a ser.

Allí, Izan Volkov se encontraba solo, rodeado por el murmullo de la noche y el eco distante de las voces de la fiesta que seguían flotando en el aire. El baile, la risa, los murmullos, todo eso estaba muy lejos de su alcance, como si su alma ya no perteneciera a este mundo, sino a un lugar donde las sombras y la luz luchaban por el control.

Se acercó a la ventana, la cortina negra moviéndose ligeramente con la brisa fría de la noche. Desde allí, la vista era clara: la ciudad, sumida en la niebla, y la luna, azul como un océano profundo, que parecía mirar directamente a su corazón, invitándolo a rendirse, a sucumbir. Izan se sentó en el sillón junto a la ventana, el sonido de su respiración quebrada cortando el aire pesado.

Un dolor profundo se cernía sobre él, como una neblina más densa que la que cubría la ciudad. El peso del anillo en su dedo le quemaba, y a cada segundo sentía más cómo la cadena que lo ataba a su padre, Victor Volkov, lo aprisionaba con cada orden que recibía, con cada palabra que su padre pronunciaba. Victor no solo controlaba su cuerpo, sino que también había controlado su alma, su voluntad, su amor.

El amor, esa palabra que le resultaba tan ajena y tan cercana a la vez, como una mentira a la que no podía aferrarse. Pero, ¿y Adrián? Esa presencia, tan luminosa, tan alejada de todo lo que su padre representaba. Izan podía sentirlo, incluso en la distancia.

El amor de Adrián no era un sueño. Era una realidad que se le escapaba, un latido que resonaba más fuerte que cualquier orden de su padre. Cada vez que sus ojos se encontraban, aunque fuera por un instante fugaz, el mundo a su alrededor se disolvía. El tiempo se suspendía, y la única verdad era el deseo y el dolor que sentía al estar cerca de él. Pero no podía. No debía.

Se dejó caer sobre el respaldo del sillón, mirando fijamente al techo, donde la luz de la luna se filtraba a través de la ventana, tiñendo la habitación con un brillo espectral. ¿Qué era este dolor que sentía? ¿Era amor? ¿Era una condena?

La respuesta era incierta, pero el sentimiento, el deseo de escapar de las cadenas de su propio ser, era una fiebre que le quemaba el pecho, una llama que amenazaba con consumirlo por completo.

El sonido de unos pasos interrumpió su meditación. Adrián había entrado sin hacer ruido, como una sombra. Sus ojos dorados brillaban con una intensidad que desbordaba cualquier forma de lógica. Adrián se acercó, la suavidad de su andar, la tranquilidad de su presencia, eran como un bálsamo para el alma torturada de Izan. Él sabía que Adrián lo veía, lo entendía. No lo juzgaba. Y eso era lo más hermoso, lo más aterrador.

Adrián se detuvo frente a él, mirando a Izan con esa serenidad que solo él poseía, esa calma que contrastaba con el caos que reinaba dentro de Izan.

-'Te vi en la fiesta. - La voz de Adrián era un susurro profundo, como un canto lejano que se mezclaba con el susurro de la brisa que entraba por la ventana. - No estás aquí, ¿verdad?

Izan levantó la mirada, pero sus ojos, ya vacíos de esperanza, se encontraron con los de Adrián, y por un momento, todo en él tembló.

- No... no estoy - La respuesta salió de su boca como una confesión. - Mi alma está atrapada. No sé cómo escapar.

El aire se volvió pesado, denso, casi palpable, mientras Adrián se agachaba frente a él, colocando una mano suavemente sobre su rostro.

- Lo sé, Izan. Lo sé. - La voz de Adrián tembló, pero no de miedo, sino de una tristeza profunda. - Te estás ahogando, y todo lo que quiero es liberarte mi amor.

Izan sintió que su corazón latía con fuerza, tan fuerte que parecía que podría romper su pecho. El contacto de Adrián, su cercanía, era lo único que lo hacía sentir vivo, lo único que lo mantenía aferrado a la idea de que algo bueno aún podría existir para él.

Pero la realidad era cruel. El anillo en su dedo, la cadena invisible de su padre, lo mantenían cautivo. Cada vez que pensaba en escapar, un dolor insoportable le recorría el cuerpo, como si su propia carne se rebelara contra él.

-Izan... mi amor....- murmuró Adrián, y sus palabras llegaron a Izan como una ola cálida, como una promesa que se deslizaba a través de sus venas. - Lo que sientes, lo que piensas, es real. Yo lo sé.

- No puedo,- respondió Izan, su voz ahogada, quebrada. - No puedo amarte. No puedo ser libre. El anillo me consume, me controla. Cada vez que intento pensar por mí mismo, me duele... me destruye...me aniquila por dentro....

Adrián se acercó aún más, y Izan sintió cómo sus corazones se acercaban, como si el aire entre ellos estuviera cargado de electricidad.

- Resiste, Izan. Resiste. Yo te salvaré. No te dejaré caer.

Y entonces, ocurrió. Izan cerró los ojos y, por un breve segundo, se permitió sentir. Sentir el amor que Adrián le ofrecía sin restricciones, sin la maldición de su padre, sin la sombra del anillo que lo ahogaba. Fue un suspiro profundo, un momento de quietud en el que todo lo que importaba era Adrián y la promesa que le ofrecía.

- Te prometo que saldrás de esto, Izan.

El aire se hizo más denso, el tiempo más lento, y en ese instante, Izan sintió algo que creía perdido: su propia voluntad. Como si una parte de él, encerrada por tanto tiempo, hubiera comenzado a despertar. El anillo brilló en su dedo, pero por un momento, no sintió el dolor. Solo la paz.




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