La biblioteca de los Ravenscar era un santuario de secretos. En cada estante descansaban siglos de conocimiento ancestral, colecciones de libros que solo unos pocos elegidos podían tocar sin temor a desatar la ira de generaciones pasadas.
El aire olía a cuero envejecido, a polvo de siglos que había caído suavemente sobre los tomos olvidados. Cada rincón, cada libro, era una puerta cerrada, una muralla entre el presente y los ecos de un pasado que nunca debía ser revivido.
Adrián Ravenscar estaba allí, rodeado por las sombras, con la luz de una vela que apenas lograba iluminar las páginas gastadas de los libros que tenía frente a él. Su mente, normalmente tan clara y decidida, ahora se encontraba en un torbellino.
El anillo, ese maldito artefacto que controlaba a Izan Volkov, lo mantenía despierto, la desesperación apretándole el corazón. Cada vez que pensaba en él, en su amado Izan, sintió cómo la herida en su pecho se abría más, más profundo. No podía permitir que ese anillo siguiera gobernando su vida, no podía ver a Izan sufrir más.
Pero quitarle el anillo, la piedra roja que marcaba su condena, no sería tarea fácil. Lo había sentido al tocarlo una vez, cuando sus dedos casi rogaron por liberarlo. Pero el poder de esa joya maldita era un peso más allá de lo que cualquier hechicero podría deshacer sin un sacrificio colosal.
Las páginas de los pergaminos se deslizaban entre sus dedos con suavidad, hasta que una palabra le hizo detenerse en seco.
- La redención de la voluntad cautiva.
Sabía que allí, en esas antiguas palabras, estaba la clave, la respuesta que tanto buscaba. Sus ojos recorrieron las líneas escritas en una lengua arcaica, susurrando las palabras en voz baja, como si el simple acto de leerlas lo acercara a algo más grande, a algo más allá del dolor.
El ritual para destruir el anillo era tan antiguo como el mismo arte de la magia, tan peligroso que solo los más poderosos entre los hechiceros podían siquiera intentar llevarlo a cabo. Un amor inmenso, tan fuerte como el fuego, y un poder de magia blanca pura.
Solo combinando esas dos fuerzas podría destruirse el poder del anillo. Pero había un precio. La magia blanca, aunque pura y noble, no podía hacerlo sola. Se necesitaba algo más, algo que transcendiera incluso el amor: la magia compartida, la fuerza de dos corazones que estuvieran dispuestos a sacrificarse por el otro.
Adrián cerró los ojos, una sensación de impotencia envolviéndolo. Sabía que su amor por Izan era profundo, pero su poder en la magia blanca, aunque considerable, no era suficiente. ¿Qué podría hacer un solo hombre contra una maldición tan antigua?
Había intentado buscar la fuerza suficiente en sí mismo, pero algo en su interior le decía que no sería suficiente. Se necesitaría más que solo su amor. Necesitaba el apoyo de alguien más. ¿Pero quién?
Los ojos de Laziel Volkov aparecieron en su mente como una visión cristalina. El hermano menor de Izan, el hombre atrapado entre las sombras de su propio odio y lealtad, podría ser la clave. Había algo en él, en su fragilidad, que Adrián había percibido, algo que lo unía a Izan de una forma que ni siquiera Laziel entendía. Y ahora, tal vez, esa conexión era la única esperanza que quedaba.
Laziel Volkov no estaba preparado para esa visita. Cuando Adrián llegó a su puerta, la noche ya había caído y la mansión Volkov se sumía en el mismo silencio sepulcral que siempre lo había rodeado. Laziel, con la mirada cansada y el rostro marcado por la angustia de los días previos, lo recibió sin palabras. Lo miró, como si lo esperara, como si su presencia fuera un susurro que había recorrido las paredes de su alma.
-¿Qué quieres, Adrián? -La voz de Laziel era baja, casi vacía, como si no tuviera la energía para ocultar su dolor.
Adrián no respondió de inmediato, como si las palabras se le atragantaran en la garganta. Sabía lo que le iba a pedir, sabía lo que Laziel significaba para Izan, y aún así, había algo en él que temía pedir esa ayuda. Pero sabía que no había otra opción. Si quería liberar a Izan, si realmente quería salvarlo, debía confiar en Laziel. Y no solo en su magia, sino en su alma.
-Laziel... necesito tu ayuda -dijo, con una sinceridad que no podía esconderse. El peso de lo que pedía era abrumador, pero la necesidad de salvar a Izan lo impulsaba más que nada en el mundo.
Laziel frunció el ceño, como si la simple mención de Izan fuera una daga clavada en su pecho. ¿Cómo podía ayudarlo? Había pasado su vida a la sombra de su hermano, siempre sintiendo que estaba siendo dejado atrás, ignorado. ¿Cómo podía ayudar a alguien que ya había fallado tan profundamente?
-¿Qué te hace pensar que puedo hacer algo? -preguntó Laziel, sus ojos vacíos pero intensos.
El resentimiento y el amor estaban entrelazados en su mirada, una batalla que aún no había sido ganada. Adrián dio un paso al frente, acercándose a él con más determinación de la que había sentido en toda su vida.
-Sé que no es fácil, pero sé que tienes algo dentro de ti, algo que te une a Izan de una forma que nadie más puede entender. Tu sangre, tu magia, tu conexión con él... Eso es lo que necesitamos. Porque el amor que se necesita para romper la maldición del anillo es más grande que todo lo que el poder de un solo hombre puede ofrecer.
Laziel miró a Adrián en silencio, una mueca amarga formándose en sus labios.
-¿Y qué si te ayudo y fracaso? -su voz era baja, temblorosa, como si todo su ser tuviera miedo de admitir la verdad - ¿Qué pasa si, al final, todo esto es solo una fantasía?
Adrián sintió la angustia en su pecho, la desesperación que lo había consumido desde que vio a Izan atrapado en la magia oscura de su padre. No había ninguna otra opción. No podía fallar. Izan no merecía seguir así.
-No puedes fallar -respondió Adrián con voz suave, pero llena de fuego - Porque si lo hacemos juntos, Laziel, no fallaremos. Tú no eres solo el hermano menor de Izan, tú eres la única persona que puede ayudarme a salvarlo. Y si no lo intentamos, entonces habremos fallado de todos modos.