Anillo De Obediencia

El Despertar de la Fuerza de Laziel

La luna ya comenzaba a ascender en el cielo, bañando el oscuro castillo con su luz plateada, creando sombras que parecían moverse y respirar a su propio ritmo. La mansión Volkov estaba tan sumida en la quietud de la noche que parecía que el tiempo mismo se había detenido, atrapado entre sus muros imponentes y su silencio sepulcral.

Pero no era el tiempo lo que importaba esa noche. Era el amor, el dolor y la magia que se entrelazaban en los corazones de los tres, un destino que había estado sellado mucho antes de que supieran lo que eso significaba.

Izan caminaba por los pasillos en la penumbra, su mente nublada por la ansiedad y el tormento. La voz de su padre, Víctor Volkov, resonaba aún en sus oídos, dándole órdenes, despojándolo de su voluntad. Su cuerpo se movía como una sombra, casi sin vida, mientras el peso del anillo de obediencia lo sujetaba, no solo física sino espiritualmente. Pero había algo más, algo que nunca había sentido tan intensamente antes: la presencia de Adrián.

Adrián, el joven hechicero cuya magia blanca había tocado su alma, lo había liberado de las cadenas invisibles que lo atormentaban, aunque solo fuera por un instante. Ese amor tan puro, tan poderoso, era lo único que le quedaba. Adrián era su esperanza, la chispa que iluminaba la oscuridad en la que se encontraba atrapado.

- Izan, ¿estás bien? - La voz de Adrián llegó a sus oídos como un susurro tierno. La voz que había anhelado escuchar.

Izan, que había estado perdido en sus propios pensamientos, levantó la vista y encontró los ojos de Adrián, llenos de preocupación y ternura. Esos ojos... esos ojos eran un refugio.

- No estoy bien, Adrián. No lo estoy.

La voz de Izan estaba rota, casi inaudible. Los recuerdos de las atrocidades que su padre había hecho, las sombras del anillo que lo había marcado, la desesperación que lo invadía, todo eso lo aplastaba.

Adrián dio un paso hacia él, su figura resplandecía a la luz de la luna que se colaba a través de las ventanas. No había palabras que pudieran consolarlo, pero su presencia sí lo hacía. Adrián extendió su mano, no con miedo ni con duda, sino con la certeza de que lo amaba profundamente.

- No tienes que ser fuerte todo el tiempo, Izan.

Las palabras de Adrián fueron suaves, pero cargadas de poder. Un poder que no era el de la magia, sino el del amor, un amor que no sabía de límites.

El roce de sus dedos hizo que Izan temblara, pero no de miedo, sino de algo más profundo, algo que había estado guardado en su interior por tanto tiempo que no lo había reconocido hasta ahora: el deseo de ser amado, de ser libre.

- No estoy solo, ¿verdad? - La pregunta salió de sus labios sin pensarlo, pero en su mente resonó como una verdad absoluta.

- Nunca lo estarás.- Adrián susurró, acercándose más.

Los dos se miraron en silencio, y por un momento, todo lo que existió fue la conexión entre ellos. La tensión en el aire era palpable, cargada de una magia que no podía ser ignorada, como si la fuerza de sus sentimientos estuviera creando algo más allá de ellos.

Pero algo más se estaba despertando esa noche, algo que no era solo amor, sino una fuerza ancestral y poderosa que provenía de las raíces de su ser, una magia que había estado latente en Laziel.

Laziel, quien había permanecido en las sombras durante tanto tiempo, observando a su hermano con una mezcla de admiración y dolor, ahora se encontraba en una habitación apartada, frente a una antigua carta escrita por su madre. El fuego en la chimenea iluminaba su rostro, reflejando las emociones que se agolpaban en su pecho. Había algo en su interior que había estado esperando despertar.

Él siempre había sentido que había algo en él que lo hacía diferente, algo que lo conectaba con la magia de su familia, una magia que no estaba ligada a la obediencia ni al control, sino a la libertad y la fuerza de un corazón que ama sin restricciones.

- ¿Qué soy yo realmente?

Las palabras salieron de su boca sin pensarlas. Había algo profundo dentro de él que no podía ignorar más. Un poder que no había sido cultivado, pero que ahora sentía despertando. El poder de su amor por Izan, de su lealtad inquebrantable, pero también de su propio deseo de ser libre de las sombras de su padre, de la sombra de Víctor Volkov.

Con una mano temblorosa, Laziel levantó la carta y comenzó a leerla. Era un mensaje de su madre, que le había dejado una advertencia:

El que ama sin miedo tiene un poder que trasciende las cadenas del alma.

Mientras tanto, Adrián e Izan se encontraban de pie en la habitación principal del castillo, sumidos en un silencio tenso. Adrián sentía que algo estaba cambiando en Izan. Había algo en su mirada que parecía nuevo, como si la luz de la esperanza comenzara a brillar a través de la oscuridad. Izan miró a Adrián con los ojos llenos de lágrimas no derramadas, y cuando sus manos se entrelazaron, el aire entre ellos se llenó de una energía indescriptible.

- ¿Lo sientes? - Izan preguntó, su voz suave pero llena de una intensidad que Adrián nunca había visto en él antes.

- Sí, - Adrián respondió sin dudar, -Lo siento.

De repente, una ola de magia pura pareció envolverlos, una magia que no provenía del anillo ni de la maldición de su padre, sino de algo más profundo y más antiguo. La conexión entre ellos era como un puente de luz y oscuridad, una danza entre lo prohibido y lo eterno.

Izan cerró los ojos, sintiendo el peso del anillo. Podía sentir la fuerza de la magia fluyendo a través de él, y por primera vez, no fue un dolor. Fue como una explosión de sentimientos, de deseos reprimidos durante tanto tiempo.

- Adrián, - susurró, - estoy listo.

Adrián lo miró fijamente, su corazón palpitando con una mezcla de amor y sacrificio.

- Te liberaré, Izan, te lo prometo.

Y entonces, en ese instante, mientras la magia envolvía el espacio entre ellos, una fuerza desconocida comenzó a tomar forma. Laziel, desde su propia habitación, sintió la misma vibración mágica, sintió cómo su corazón se aceleraba, como si un lazo invisible lo conectara con Izan y Adrián. Algo estaba a punto de cambiar para siempre.




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