Anillo De Obediencia

Ecos de Ceniza

La caída de Víctor Volkov fue celebrada por muchos, temida por otros, y llorada en silencio por aquellos que, a pesar de todo, aún temían su sombra. La ciudad entera pareció exhalar un aliento contenido por años. Las cadenas políticas y sociales que él había tejido con sangre, control y magia negra se desmoronaron como columnas corroídas por dentro. Sin embargo, para Adrián y Laziel, la victoria no tenía sabor a gloria, sino a ceniza.

El eco de las carcajadas de Víctor seguía resonando en la memoria de ambos, como un presagio, una amenaza que no se desvanecía ni con la justicia alcanzada. El cuerpo de Izan aún caminaba, hablaba, y respondía como si fuera él, pero su esencia... su alma seguía atrapada, encarcelada en esa jaula oscura del anillo, que ahora parecía más unido a él que nunca.

En el ala más antigua del castillo, donde el polvo caía del techo como una nevada de abandono, Izan permanecía de pie frente al espejo. Pero el reflejo ya no era el suyo.

Los ojos que lo miraban no eran los suyos. La sonrisa torcida que asomaba en su rostro no era suya. Su propia respiración le resultaba ajena, pesada, como si su pecho se inflara y desinflara por voluntad de otro.

El anillo brillaba con una intensidad escarlata, y cada vez que intentaba gritar desde su interior, el dolor lo envolvía, haciéndole olvidar quién era, a quién amaba, por qué deseaba vivir.

- Adrián... - susurró una parte de su conciencia, la única parte que aún ardía con la esperanza de ser escuchada.

Pero el cuerpo de Izan se giró hacia la puerta. Sus pasos resonaban en la piedra con una firmeza cruel. Sus intenciones no eran suyas. Quería destruir. Quería ver a la ciudad arder. Quería venganza, incluso si no recordaba por qué.

Adrián se encontraba junto a Laziel en el despacho familiar, ambos sentados frente a un grimorio abierto sobre una mesa de madera tallada. Las velas que los rodeaban chispeaban de manera inquietante, como si supieran que la magia contenida en aquellas páginas no debía ser pronunciada.

-Esto es lo último -dijo Laziel en voz baja, sus ojos recorriendo las líneas antiguas del conjuro- El último ritual que podríamos intentar antes de perderlo por completo.

-¿Y si no funciona? -preguntó Adrián, el corazón lleno de una mezcla de miedo y furia contenida - ¿Y si lo perdemos en el proceso?

Laziel cerró los ojos un instante. No era el mismo joven tímido de semanas atrás. La pérdida de su hermano y la destrucción de su hogar lo habían forjado con una fuerza nueva. Aun así, la vulnerabilidad seguía latiendo bajo su pecho.

-Entonces... al menos sabremos que lo intentamos. Que no lo abandonamos a la oscuridad como hizo nuestro padre.

Adrián bajó la mirada. El peso del amor que sentía por Izan era tan abrumador como sagrado. Lo amaba incluso ahora, incluso así. Aquel cuerpo poseído, esa voz cruel que salía de sus labios, no podía ocultar el alma que él había visto arder en sus brazos. Y no estaba dispuesto a rendirse.

Esa misma noche, un grito desgarró el aire. Las sombras se agitaban como si algo antiguo se hubiese despertado en los cimientos de la casa Volkov. Adrián y Laziel corrieron por los pasillos solo para encontrar a Izan al pie de la escalera, con los ojos brillando en un rojo demoníaco, sus manos ensangrentadas... y una sonrisa.

-¿Vienes a salvarme, Adrián? -dijo con una voz deformada, un eco de lo que solía ser- ¿O simplemente no puedes aceptar que me he convertido en lo que más temías?

Adrián sintió cómo algo dentro de él se quebraba. No eran las palabras lo que dolía, sino el dolor tras ellas. Una parte de Izan seguía allí. Y si había siquiera un soplo de vida, él lo abrazaría con toda la fuerza de su alma. Laziel dio un paso adelante, sin miedo.

-Tú no eres eso. No eres lo que nuestro padre te obligó a ser.

Izan rió, pero fue un sonido roto. Por un instante, sus pupilas volvieron a ser azules. Por un instante, su rostro se contrajo de dolor.

-No puedo... salir... - susurró, y una lágrima bajó por su mejilla. El anillo ardió de inmediato y su cuerpo se estremeció- ¡NO PUEDO!

Y entonces, colapsó.

El cuerpo de Izan fue llevado a la habitación sagrada, donde el ritual de liberación sería preparado. Las velas fueron colocadas en círculo, los símbolos de antiguas runas grabadas en el suelo con sal y oro. El grimorio abierto sobre el altar brillaba con una luz azul pálida. El aire era denso, como si el tiempo mismo contuviera el aliento.

Adrián sostuvo la mano de Izan, y Laziel cerró el círculo con su propia sangre. La magia comenzaba a activarse.

El enfrentamiento con la oscuridad apenas estaba comenzando. Pero ahora, ya no estaban solos. El amor, la lealtad, y la sangre estaban unidos.
Y por primera vez, la jaula de Izan tembló.




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