Anillo De Obediencia

El Amor Que Rompe las Cadenas

La noche estaba en silencio.
Pero no era el silencio de la calma,
sino el de la tempestad contenida.
Ese instante contenido antes del grito.
Antes del renacimiento. En las entrañas del castillo Volkor, entre muros que habían presenciado siglos de secretos, dos figuras se desplazaban con urgencia contenida:
Laziel, el hermano menor de la sombra,
y Adrián, el amante fiel de un alma perdida.

Ambos sostenían al hombre que había sido rey del horror. Al que ahora era solo un cuerpo vencido, despojado,
con los ojos vacíos y la piedra roja del anillo resplandeciendo como una herida abierta. Izan no se resistía. Pero tampoco colaboraba. Su cuerpo se movía como una marioneta sin hilos,
y su alma, aún encarcelada, gritaba en cada movimiento.

Los pasillos eran largos. El castillo, infinito. Pero el destino era claro:
la antigua habitación de Izan,
la misma donde había dormido de niño, antes de que su padre lo convirtiera en un instrumento de poder. Allí, en esa habitación cubierta de cortinas azules descoloridas, con el suelo de mármol pulido por los pasos de antaño, Laziel y Adrián lo acostaron.

No con violencia. Sino con ternura y desesperación. Con cadenas bendecidas por las antiguas runas del linaje materno, Laziel sujetó sus muñecas y tobillos al dosel de la cama.
No para castigarlo, sino para evitar que la oscuridad que aún lo habitaba
se defendiera del amor que iba a salvarlo. El aire se volvió espeso. La atmósfera, líquida.

El tiempo parecía latir con el corazón de Adrián.

Adrián se sentó al borde de la cama,
mientras Laziel comenzaba a trazar con polvo dorado los símbolos sagrados del conjuro ancestral. El suelo brillaba con una geometría divina. Las palabras del grimorio prohibido fueron susurradas con una voz que no temblaba, porque la voz de Laziel estaba hecha de fe.

-Eldh'rann solath nahel, sombra que devora, vuelve al abismo del que surgiste. Tu pacto se rompe. Tu poder, se desvanece. El amor es la espada.
El sacrificio, la llave.

Y entonces Izan gritó. Un alarido inhumano. Un crujido del alma. El cuerpo de Izan se arqueó con violencia, como si estuviera siendo arrancado de sí mismo. El anillo, en su dedo izquierdo, empezó a vibrar, a arder con un rojo más profundo que la sangre.

Las venas del brazo se marcaron como ríos oscuros. El pecho de Izan subía y bajaba como si cada respiración fuera una batalla. Como si el alma estuviera regresando. Adrián, con lágrimas corriendo por su rostro, tomó la mano de Izan. Su voz era apenas un murmullo, pero tenía el poder de un trueno.

-Tú eres Izan. Tú eres el que amé. El que aún amo. Y no me iré. No me rendiré. Ni aunque el mundo se hunda en sombras.

Izan volvió a arquearse. Sus ojos se abrieron. Pero eran negros. Oscuros.
Vacíos.

-No... -susurró- No puedo. Estoy perdido...me tiene prisionero...me tiene encerrado....no me deja salir....

-Mírame. -susurró Adrián,
tomando su rostro entre sus manos.

-Estás aquí. Y yo también.

Y entonces, sin más palabras, sin hechizos, sin fórmulas, lo besó. No fue un beso de deseo. Fue un beso de fe.
Un beso de amor verdadero, que descendió como luz entre la tiniebla. Como sol en una caverna olvidada.

En ese instante, el anillo comenzó a agrietarse. Como si el amor de Adrián
hubiera sido más fuerte que todos los conjuros. Una grieta. Dos. Veinte. La piedra crujió como cristal bajo presión.
Y con un estallido sordo, se hizo trizas.

Un espectro oscuro emergió del dedo de Izan, una figura etérea de humo,
ojos como carbones, boca sin labios.
El espectro rugió, retorciéndose en el aire como una serpiente en llamas. Pero no había espacio para él en esa habitación. No con tanto amor flotando en el aire.

Y con un último aullido de desesperación, se desintegró,
devuelto al infierno que lo había creado.

La habitación quedó en silencio..Solo el jadeo entrecortado de Izan, y el llanto contenido de Adrián. Laziel cayó de rodillas, exhausto. Pero con una sonrisa de alivio.

-Está... -susurró- Está libre...

Izan parpadeó..Sus ojos eran suyos otra vez. Azules. Llenos de dolor. Pero también de amor.

- Adrián... - susurró con voz quebrada pero real - Lo siento mi amor.....

Adrián lo abrazó. Fuerte. Como si temiera que si lo soltaba, volvería a perderlo.

- Nunca más, Izan. Nunca más te dejaré solo.

Y así, entre los restos dorados de la magia, y el polvo de una piedra rota,
el hombre que fue sombra volvió a nacer. Y su primer respiro libre
fue el nombre del hombre que amaba más que a su propia vida. Adrián.




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