La noche ya no era oscura, aunque el cielo se mantenía distante, lejos del alma. Pero había algo en el aire que lo hacía distinto. Algo nuevo, como una brisa fresca que despeja las nieblas.
Como un sol que, en su tímido ascenso, se atreve a iluminar incluso los rincones más sombríos del corazón.
En lo alto de la mansión Volkor, donde las garras de la historia y el peso de los siglos se colaban entre los ladrillos, el aire se sentía distinto. Más ligero. Allí, en la torre este, el hombre que una vez fuera una sombra sobre la aristocracia,
el que había aprendido a gobernar con crueldad y terror, se encontraba ahora ante la ventana, con la vista hacia el horizonte, como si quisiera entender lo que aún no podía comprender: el mundo, por fin, libre de los grilletes.
Izan Volkor, su rostro ahora suave,
casi vulnerable, pero también desafiante, observaba el despertar de la ciudad. El amanecer no solo desvelaba el mundo ante sus ojos,
desvelaba su alma. Adrián, el joven rubio de ojos dorados, llegó en silencio detrás de él. El susurro de sus pasos era una melodía que Izan reconocía,
como una corriente de aire en su pecho. Las manos de Adrián, suaves como el roce de la brisa, se posaron sobre los hombros de Izan, y este, al sentir el calor de su toque, se volteó lentamente.
En esos ojos dorados que siempre lo habían observado con ternura, ahora Izan veía algo más. Veía una certeza, una promesa. No había miedo en ellos.
Solo amor. Un amor tan intenso que parecía capaz de desintegrar las sombras de su alma.
-Adrián... -su voz fue un susurro grave, como si estuviera hablando desde un lugar muy profundo, un lugar donde la oscuridad había reinado demasiado tiempo.
Adrián lo miró en silencio, sin decir palabra alguna. Sabía que no había nada más que decir. El viaje que ambos habían recorrido había sido largo y lleno de tormentas. Habían perdido el rumbo, pero ahora el sol brillaba,
y la verdad de su amor florecía con una luz que se sentía casi palpable.
Era el aire, era el espacio que los rodeaba. Era ellos. Al fin, en su forma más pura.
-¿Estás listo? -preguntó Adrián con la misma suavidad, pero sus palabras eran fuertes como rocas. Era un reto,
pero también una invitación. Era la posibilidad de un futuro sin sombras.
Izan cerró los ojos por un momento,
como si pudiera sentir el peso del pasado y la ligereza del futuro en su alma. Cuando los abrió de nuevo, un brillo brillante, intenso en sus ojos, lo iluminó todo.
-Sí. -dijo finalmente, con una seguridad que nunca antes había tenido -Sí, Adrián. Estoy listo.
Y en ese instante, el mundo pareció detenerse. Como si la esperanza hubiera hecho una pausa en su carrera.
Como si, de alguna manera, todo lo que Izan había sido, y todo lo que Izan temía ser, se desvaneciera en una brisa suave.Y por fin, el hombre que había sido sombra, ahora sentía la luz.
Las horas siguientes fueron una danza solemne, pero llena de vida, de pasos marcados, pero sin prisa. El aire estaba pesado con la espera, pero también con la liberación. Las paredes del castillo, de mármol y piedra, nunca habían respirado con tanta calma. Izan y Adrián entraron al gran salón. El mismo salón donde Izan había aprendido a gobernar con puño de hierro.
Ahora, allí, sus pasos no eran los de un príncipe ni los de un tirano. Era el de un hombre que caminaba con el peso del amor verdadero, un amor que lo había resucitado. Un amor que no pedía nada, solo daba. Los nobles de la aristocracia, que una vez temblaron ante él, ahora se apartaban, no por miedo, sino por respeto. El cambio era palpable. Y aunque sus ojos aún lo estudiaban, había algo en la forma en que se movían, en la forma en que sus voces callaban cuando él pasaba,
que decía mucho más que cualquier palabra.
Izan se acercó al centro del salón,
y con una voz que era fuerte,
pero también tierna,
habló a todos los presentes:
-Hoy, en este salón, dejo atrás las sombras que una vez gobernaron mi alma. Hoy me presento no solo como un hijo de esta casa, no solo como un Volkor. Hoy me presento como un hombre. Un hombre que, por fin, es libre.
El silencio, pesado y reverente, se apoderó del salón. Pero al final, una pequeña sonrisa cruzó los labios de uno de los más antiguos nobles de la corte, y la risa nerviosa de unos pocos se extendió rápidamente, como un eco. Un eco de aceptación. En un gesto que desbordó todo lo que había sido su vida hasta entonces, Izan se acercó a Adrián. Con una mano firme,
lo tomó de la cintura y lo atrajo hacia sí.
-Adrián. -dijo, mirando sus ojos,
sus ojos dorados que ahora brillaban no solo por su magia, sino por el amor que los unía -Este es mi futuro. Este es mi compromiso. No como un gobernante, no como un rey, sino como el hombre que eres para mí. El hombre que siempre quise ser.
Adrián, con los ojos llenos de lágrimas y sonrisas, asintió suavemente.
-Te amo. Y contigo, renuncio a todo lo que alguna vez creí que era mi destino. Porque mi destino siempre ha sido este. Contigo.
Y con esas palabras, los dos se abrazaron, y ante los ojos de todos los presentes, el amor no solo los liberaba,
sino que comenzaba a reescribir la historia de su linaje.
Al final de la fiesta, cuando las luces de los candelabros se apagaron, cuando las risas y los murmullos se fueron apagando, Izan y Adrián caminaron juntos, sin máscaras, sin cadenas,
bajo el manto de la noche. Dejando atrás el castillo, dejan atrás la oscuridad de lo que eran, y siguen hacia la luz de lo que, juntos, podrán ser.