Anillo De Obediencia

El Refugio de Dos Almas

Capítulo Final

La luz del amanecer acariciaba los vitrales del antiguo templo, proyectando destellos multicolores sobre los rostros expectantes de los presentes. Había quietud. Había un silencio reverente, de esos que preceden a lo sagrado. Afuera, los cerezos estallaban en flores, como si el mundo también deseara vestirse de gala para la unión de dos almas que habían sobrevivido a lo indecible.

Los nobles, las damas, los antiguos aliados, incluso los que una vez temieron u odiaron a Izan Volkor, estaban allí. No por obligación... sino por asombro. Nadie, ni en los cuentos más temerarios de la aristocracia, habría imaginado que el príncipe de las sombras sería el protagonista de un acto de amor tan puro, tan transformador.

Adrián, vestido de blanco marfil, con bordados dorados y una capa tan liviana como un suspiro, entró por el pasillo con pasos firmes. Su mirada brillaba como si llevara el sol en los ojos. No había duda, ni temblor. Solo certeza. Solo amor.

Izan, esperándolo al frente del altar, llevaba un traje negro de seda con detalles en azul profundo, como la noche cuando no hay tormentas, solo estrellas. Ya no era el amo del miedo. Era el guardián de una promesa. Y su corazón latía con una emoción tan intensa que temía que pudiera quebrarlo... de felicidad.

Cuando sus manos se encontraron, fue como si todo lo demás se esfumara. No importaban los muros, los rostros, los murmullos. Sólo ellos. Solo ese instante eterno.

-Adrián -dijo Izan con voz temblorosa- Ante todos, te juro no solo amor, sino libertad. Porque tú me enseñaste a ser yo mismo y no volveré a ocultarme jamás.

-Izan -respondió Adrián con voz serena- Yo te amo, no por quién fuiste, ni por lo que heredaste, sino por quien elegiste ser. Y es contigo, solo contigo, que quiero construir cada uno de mis días.

Los votos fueron más que palabras. Fueron redención. Fueron cura.
Y cuando los labios se unieron al final del ritual, un suspiro recorrió el salón.
Algunos lloraron. Otros aplaudieron. Todos fueron testigos de un milagro.

Meses después, lejos del bullicio, lejos del mármol y del humo de los bailes, Izan y Adrián se instalaron en la casa de campo de los Volkor, una antigua mansión rodeada de lagos, pinos y campos infinitos. Allí el viento hablaba con suavidad. Allí, el cielo se sentía más cerca.

Las paredes de piedra fueron vestidas con flores. Las antiguas cortinas se abrieron al sol. Las chimeneas no ardían por frío, sino por placer.
Y el silencio... era por fin un silencio lleno de paz.

Cada mañana, Izan preparaba té mientras Adrián leía junto a la ventana.
Cada tarde, caminaban por los jardines tomados de la mano, hablando de libros, de futuros, de los hijos que quizás algún día tendrían. Cada noche, compartían el lecho como dos seres completos, enteros, y profundamente unidos.

No hubo más sombras.
No hubo más espectros.
Solo amor. Solo ellos.

Y aunque el mundo siguió su curso, y la aristocracia continuó girando en su rueda de apariencias, el verdadero reino de Izan Volkor floreció allí, en una casa de campo, entre risas suaves, besos callados y la certeza de que el amor, cuando es verdadero, puede sanar hasta las almas más rotas.

FIN.




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