Arranca Vlad Strange
A Vlad se le daba bien el espionaje. O eso le gustaba pensar. Había visto muchas películas de espías provenientes de todos los universos, desde 007 hasta las aventuras de Feria y Lo’Otro. Ella se creía preparada para el puesto.
Entonces, cuando llegaron los rumores de que el despiadado dueño de las Industrias Tocino tenía planeado abrir una cadena de supermercados en Villa Bigotes, se sintió obligada a detener cualquier tipo de plan que este tuviera en mente. Pero primero debía saber sus intenciones y eso solo podía averiguarlo desde el interior.
«Día seis trabajando para Mercatocino. Este tormento debe servir de algo, aunque a cada minuto que paso aquí empiezo a perderme a mí misma. Por momentos, ya no sé quién soy ni sé qué hago aquí…»
—Buenos días, señor Cochi, ¿Ha descansado bien usted hoy? —La voz melosa de Repelencia se escuchó hasta las cajas y Vlad se sintió un poco asqueada. Esa ratona se había ganado el puesto de encargada en tiempo récord gracias a hacerle las barbas al cerdo capitalista que tenían por jefe.
—Lo que uno llega a desear descansar teniendo a una plantilla de inútiles a su cargo. —dijo petulante y remató para todos—. ¡A trabajar! ¡No quiero gente parada! ¡Para eso os quedáis a mirar las estrellas en casa… Desempleados!
—¿Tan temprano ya está gritando? —preguntó Áltamir, que dejaba todos los productos de su cesta sobre la banda—. ¡Qué cerdo!
Vlad puso los ojos en blanco y empezó a cobrar.
Sartén, biip. Ojos de cabra disecados, biip. Alimento para sapo en pienso, biip. Patatas de ranitas, biip. Fresas, biip.
—Vale, son quince coronas y tres monedillas. ¿Tienes el pico?
—¿Tan temprano ya me pides cambio? —preguntó Áltamir—. ¡Qué bruja!
«¿Podía pegarle a un cliente?», se cuestionó Vlad.
Luego escuchó un sluurp muy peculiar y quiso salir corriendo. Un murcielaguillo chulesco sorbía un batido de fresa. Hasta que no paró de sorber, no le quitó los ojos de encima.
—¿Qué haces tú aquí, ah?
—Eso mismo me pregunto… —contestó, en voz baja, y luego forzó una sonrisa que definitivamente se veía muy fingida.
Pasó una caja entera de batidos de yogurt con fresa por el lector, un par de cuerdas, una sierra mecánica, pan de molde, jamón en lonchas y queso.
—¿Con que un día de picnic, eh?… Son noventa y siete coronas con ocho monedillas.
—¿Y qué tal un descuento por familia, ah? —respondió el murciélago.
—Sí, ¿qué te parecen quinientas coronas y la mitad de los batidos de la caja?
—Entre vampiros debemos ayudarnos, ah. Aquí tienes tus noventa y siete coronas y ocho monedillas. Quédate con el cambio, ah.
Responde Víctor Fernández García
«Vampira».
Vlad Strange saboreó el término por un buen rato. Un estupendo momento mediante el cual alejarse del “señor” Cochi y su séquito de lameculos. Pero, sin embargo, como todo lo que ocurría en Mercatocino, resultaba inevitable no acabar chapoteando en el barro.
—¡Veinte monedillas! ¡¡Por un zumito!!
Frente a Vlad, una obesa paloma la miraba, desde la altura que solo ella creía ostentar. La colgante papada, los pendientes de oro falso en forma de ostentosos aros, el rímel alrededor de la mirada provocativa... Todo alentaba a Vlad a resolver aquello mediante un sonoro bofetón.
—Cualquier día de estos nos chuparéis hasta la sangre a vuestra inmerecida fiel clientela...
—Cuidado, señora, no vaya a “anemiaistarse”...
—¿Cómo dice?
Cuando Vlad sintió el especial escalofrío, supo perfectamente a qué se debía.
Solo había alguien allí, un ser muy concreto, capaz de erizar el vello de su nuca con su fétido y pútrido aliento al respirar.
—Le decía que tenga mucho cuidado, señora. El andamio está peligroso al salir.
La cliente se marchó refunfuñando, pero se marchó.
Cochi, el encargado de Vlad y su sombra en Mercatocino, resopló hasta en cinco largas ocasiones antes de hacer lo propio.
Justo unos minutos después, el reloj de pulsera de Vlad cantó como un sinsajo libertador.