No sería nada fácil continuar la vida en Aria bajo las escabrosas miradas de las doncellas de la metrópoli. Cada día se hacía cuesta arriba, y los Warren debían resguardarse en la mansión. Los sábados por la noche se transformaron en cenas silenciosas, ausentes de joviales visitas, con el propósito de que la esposa olvidara los malos momentos. Frank planeó un corto viaje, casi como una mini luna de miel.
Al llegar a la ciudad de Wistertown en horas cercanas al mediodía, desde su alcoba se divisaban monumentales valles rociados por colorida flora silvestre. En aquel lugar, el ánimo de Alice cambió por completo; se mostraba alegre y vivaz. Juntos transitaron increíbles días. Frank era un eterno enamorado de su joven y agraciada esposa, y entre ambos existía una pasión apasionada. Wistertown les brindó la oportunidad ideal para avivar las llamas del amor. Pasaron varias noches y días hasta perder la noción del tiempo, amalgamándose en aquel entorno donde solo importaban ellos.
Al regresar a Aria, el ánimo era óptimo. Sentían una grata sensación simplemente al rozar sus manos. Sin embargo, dos meses después del viaje, Alice comenzó a manifestar malestares matutinos, que iban desde náuseas hasta dolores de espalda. A pesar de su sospecha inicial de malestar estomacal pasajero, los síntomas persistieron, llevándolos a consultar al médico familiar.
Las noticias fueron agridulces: una nueva vida se gestaba en el vientre de Alice, pero no todo era positivo. La joven esposa de Frank debía guardar reposo absoluto debido a su historial de embarazos anteriores. Ante la inminente llegada, remodelaron una de las habitaciones más grandes. Las paredes presentaban colores en tonos pastel, y el interior era pulcro y sofisticado. Desde la cuna hasta los cortinados, todo combinaba en tonos crema y blanco, convirtiendo la alcoba en el sitio favorito de Alice, donde pasaba la mayor parte del tiempo, tejiendo el ajuar para su hij@ y opinando sobre cada detalle de la remodelación.
Al acercarse mayo, los nervios de los futuros padres aumentaban al ver el momento de conocer a su hij@ cada vez más cercano. Pasaron meses cuidando a la mujer embarazada para protegerla de cualquier esfuerzo.
Anita llegó al mundo en una fría noche de lluvia en junio, tras un parto difícil que duró horas. Alice reposaba en la cama matrimonial, soportando el intenso dolor de las contracciones y tratando de colaborar con las indicaciones dadas, a pesar del miedo que les embargaba, dada su historia. Asistida por la partera y dos enfermeras, Alice se esforzaba por mantener la calma. Mientras tanto, fuera de la habitación, Frank, con un coñac en una mano y un cigarrillo en la otra, lidiaba con la ansiedad y el miedo al pensar en su hij@ que pronto nacería.
Eran alrededor de las 20 horas; en la mansión reinaba un silencio impoluto, donde nadie hablaba y el aire parecía cortarse. La servidumbre se reunió en la cocina para rezar. Desde la habitación principal se escuchó el llanto de un bebé, lo que hizo a Frank mirar al techo agradeciendo por el milagro, con lágrimas deslizándose por su rostro. Dentro de la habitación, a pesar de sentirse agotada, Alice experimentó una inmensa felicidad al presenciar aquel precioso momento. La flamante madre se convirtió en la mujer más feliz del mundo, viendo a su pequeña y dejando desvanecerse todas sus tristezas.