Durante esa noche no logré dormir. El recuerdo de los labios de Jack me atormentaba como un fuego bajo la piel. Esperé la salida del sol como quien espera una absolución que no llega. Todo en mí era un desorden, una metáfora viva de nuestra relación. O tal vez no lo sé. Solo su perfume persistía, adherido a mi piel, como una huella que intenté borrar sin éxito, temiendo que dejara rastros evidentes de lo acontecido.
El día pasó sin más, arrastrado por el peso del tiempo. Cada hora se sentía más pesada, más lenta. Fingí normalidad con Salvador, mostrándome como siempre: tranquila, cariñosa. No deseaba que sospechara nada, al menos por ahora. Pero al caer la tarde, le dije que necesitaba tomar aire, dar un paseo. No fue mentira, necesitaba respirar… pero también necesitaba verlo a él.
Regresé al mismo rincón de la noche anterior. Desde lejos vi a Jack. Estaba apoyado contra la pared, pensativo, con esa serenidad que tanto me perturbaba. Cuando me divisó, sus labios se curvaron en una sonrisa que todavía me hacía temblar.
Murmuró algo que no alcancé a entender, porque ya me sentía desarmada frente a sus ojos y su encanto. Su sola presencia me sacudía el alma.
—Esto tiene que terminar —le supliqué con un hilo de voz—. No puedo seguir con este juego, no es lo que quiero.
Me miró en silencio. Sentí que algo en su mirada se quebraba.
—¿Qué hacés en esta ciudad, Jack? ¿Por qué ahora?
Su respuesta fue simple, brutal, directa:
—Porque jamás te olvidé. Porque no soporto la idea de que nuestra historia termine así.
Y entonces, como arrastrada por una fuerza que no pude resistir, sentí una necesidad física, urgente. Sed de sus labios, de ese amor interrumpido. Lo deseaba, más de lo que podía admitir. Y sin pensarlo, lo besé. Un beso lleno de culpa, deseo y nostalgia.
—No me dejes —le susurré, aferrándome a su camisa—. Te amo más que a nada en esta vida. Pero si tenés que alejarte, si eso es lo mejor, lo voy a entender.
Él no dijo nada. Solo me abrazó como si su silencio hablara por los dos.