El carruaje avanzaba sereno bajo el cielo despejado. Ana y Jack, relajados tras tantos días de emociones intensas, compartieron algunas bromas suaves. Las risas surgieron espontáneamente, como un bálsamo que sellaba la paz de estar juntos. Poco a poco, el cansancio les ganó la batalla, y ambos se quedaron profundamente dormidos. Ana sostenía a Jazmín en sus brazos, mientras Jack dormía frente a ella, con la cabeza apoyada en la pared acolchada del carruaje.
Al despertar de la siesta y notar que el trayecto estaba por concluir, Ana acarició suavemente a su perrita y le pidió a Jack:
—¿Le darías un pequeño paseo a Jazmin? Seguro necesita estirar las patas.
Él asintió con una sonrisa cómplice, tomó la correa con ternura y bajó del carruaje. Mientras ellos caminaban, Ana buscó entre sus pertenencias un vestido celeste pastel que había guardado para una ocasión especial. Se lo puso con esmero y, frente a un pequeño espejo de mano, intentó arreglar su peinado lo mejor que pudo. Luego se cubrió con una manta blanca de lana liviana, sintiendo cómo su corazón latía más fuerte ante la cercanía del reencuentro.
Cuando Jack volvió con Jazmín, se detuvo un instante al ver a Ana. Sus ojos se abrieron, y soltó una exclamación suave, casi reverencial:
—Te ves hermosa…
Ella sonrió con timidez y le dio un tierno beso en los labios. El viaje continuó, ahora en silencio, pero lleno de una emoción contenida.
Finalmente, el carruaje se detuvo. Jack se incorporó, tomó la mano de Ana con delicadeza, la besó y le dijo con dulzura:
—Ve a ver a tu padre.
Los ojos de Ana brillaron. Bajó con agilidad la escalinata del carruaje y, al llegar al suelo, miró a su perrita:
—¡Ven, Kiki!
Jazmín, como si entendiera la urgencia del momento, corrió junto a ella. Ana atravesó el jardín con paso firme, pero al llegar a la entrada del hogar se volvió hacia los trabajadores y les pidió:
—Por favor, no hagan ruido... no quiero que me anuncien.
Todos asintieron, respetuosos. Ana entró de puntillas, como en aquellas clases de ballet que tanto disfrutaba de niña. Se detuvo en una esquina del salón. Allí, su padre, Frank, tomaba café mientras leía el diario, completamente ajeno a la sorpresa que se avecinaba.
—Vaya... —dijo Ana con una sonrisa—. Las viejas costumbres no se olvidan jamás.
Frank bajó el diario de golpe. Por un segundo se quedó inmóvil, como si no pudiera creer lo que veían sus ojos. Luego se levantó con rapidez y corrió hacia su hija. La abrazó con fuerza, envolviéndola como si no quisiera soltarla nunca más.
—Mi niña dorada... —susurró emocionado—. Mi niña dorada volvió.
Ana sollozaba sobre el hombro de su padre, mientras Jazmín saltaba alrededor de ambos, feliz. Detrás, desde la entrada, Jack los observaba con los ojos llenos de ternura.
Cuando Frank se apartó de su hija, no lo dudó: fue directo hacia Jack, lo abrazó con fuerza y le dijo:
—Bienvenido de vuelta. También te echaba de menos, hijo.