Anita

La última Noche

La víspera de la boda llegó envuelta en un silencio especial, distinto a cualquier otro. Ana había dormido poco; la emoción y los nervios la despertaban cada tanto. Al amanecer, Jack golpeó suavemente la puerta de su habitación.

—Hoy… es nuestro día —dijo él, sonriendo como si contuviera un océano entero de sentimientos.

Ana bajó las escaleras para encontrarlo. Apenas lo vio, sintió que todo el cuerpo se le iluminaba. Jack tomó su mano.

—Te secuestro por un día entero —anunció con picardía—. Solo vos y yo. Nada más.

El primer destino fue un pequeño campo abierto, un lugar donde las flores silvestres se mecían al viento. Ana respiró hondo y se sintió libre.

Caminaron juntos, lentamente, sin apuro, como si el tiempo les perteneciera.

—¿Sabes qué pensaba anoche? —dijo Jack mientras se sentaban sobre una manta—. Que todavía recuerdo el día en que te vi por primera vez. Aquella maldita presentación en sociedad en la que estabas demasiado nerviosa…

Ana rió, llevándose una mano a la frente.

—¡Me tropecé! Literalmente caí sobre vos, Jack. No sé cómo no saliste huyendo.

—¡Estaba fascinado! —dijo él, riendo también—. Nunca nadie me había caído tan… literalmente encima.

Ambos rieron, y luego se quedaron en silencio, mirándose.

—Ese día —confesó Ana bajando la mirada—, cuando choqué contigo… sentí algo que no supe explicar. Me pareciste encantador. Me dio miedo sentir algo tan rápido, tan fuerte. Pensé que si te conocía más, podría terminar… enamorándome.

Jack le tomó la mano, con una ternura que parecía envolverlo todo.

—Y yo me enamoré de vos desde ese instante, Ana. Desde ese torpe, perfecto momento.

Ella se inclinó para besarlo. Él correspondió con la misma suavidad, como si estuvieran tocando algo sagrado.

Visitaron el lago, donde las aguas tranquilas reflejaban el cielo rosado del atardecer. Allí, Jack la tomó por la cintura y la besó, despacio, como si memorizaran ese instante.

Más tarde, caminaron por un sendero rodeado de árboles altos. Jack se detenía cada tanto solo para besarla otra vez, como si no pudiera contener las ganas.

—Si seguís así —le dijo Ana en un susurro divertido— no vamos a llegar al siguiente lugar.

—Entonces besémonos acá también —respondió él, robándole otro beso.

El día transcurrió entre risas, confidencias, miradas intensas y caricias suaves.

Cuando la luna se alzó en el cielo, Jack la llevó a una pequeña cabaña rodeada de luces cálidas. Era sencilla, hermosa y acogedora.

Adentro, había una cama amplia cubierta de sábanas claras, un ventanal enorme y una chimenea encendida que iluminaba todo con un resplandor dorado.

Ana se quedó sin aire al verla.

—Jack… es perfecta.

Él se acercó por detrás y la abrazó, apoyando la frente en su hombro.

—Quería que nuestra última noche antes del “sí” fuera así… solo nuestra. Sin interrupciones. Sin miedo. Sin pasado. Solo vos y yo.

Ana se volvió hacia él. Lo miró largo rato, como si guardara ese rostro en su alma.

—Te amo —susurró.

Jack tomó su rostro entre las manos.

—Y mañana voy a prometer amarte toda la vida.

El beso que siguió fue lento, profundo. Uno de esos que empiezan en los labios y terminan en el alma. Se dejaron llevar por la intensidad de lo que sentían, sin prisa, sin dudas. Se amaron en la intimidad de la noche, envueltos en ternura y deseo, hasta que ambos quedaron descansando juntos, entrelazados, exhaustos, felices… y completamente en paz.

Antes de dormirse, Ana apoyó la cabeza en su pecho.

—Gracias por esta noche —susurró.

Jack besó su frente.

—Gracias por elegirme… mañana y siempre.

Y así, en esa cabaña iluminada por la luna, durmieron la última noche siendo solo novios… y la primera sintiéndose ya, en el corazón, marido y mujer.




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