El aire olía a polvo, a madera vieja, a licor derramado y a la sangre que había manchado mis nudillos en el último entrenamiento. Pero más que todo, olía a pasado. A ese pasado que se me pegaba como humo en la piel.
No sabía cuánto tiempo llevaba allí, parado frente al ventanal roto del ala norte, donde el frío se colaba como una serpiente. La piedra tallada se había agrietado con los siglos, y sin embargo seguía más entera que yo.
Habían pasado días, quizás semanas, desde la última vez que crucé una palabra que no fuera un gruñido o un insulto. Con él. Con Serban.
Yo tenía un nombre que venía con una maldición. Bogdan. Dado por Dios.
Qué ironía. ¿Qué clase de dios dejaba que un hijo naciera para ser odiado por su padre? ¿Qué clase de regalo era una vida donde mi existencia se le atragantaba a él como un trago de ceniza?
Recordaba su voz como una piedra golpeando metal:
—Tus ojos eran negros cuando naciste. Los ví yo mismo. El Sekhem estaba ahí, pero se esfumó. Como tu valor. Como tu destino. Fracaso desde la cuna-.
De los Sekhem veníamos nosotros, sus descendientes, los Ankharis. Ellos fueron los primeros. Los egipcios. Los inmortales originales que aprendieron a no morir. Que sangraron sus almas en rituales y cruzaron los siglos. Hijos del primer pacto. Hijos de Anubis, decían algunos. Serban lo decía con desprecio.
Había nacido con los ojos negros, sí. Negros como la muerte, como la noche más profunda. Señal de un Sekhem. De uno que podría perder a su mitad y no solo sobrevivir, sino regresar del borde. Una rareza. Un milagro. Una maldición.
Tenía siete años cuando mi cuerpo se volvió el de un adulto. Tres años cuando Serban me empujó al centro del círculo de entrenamiento y me dijo:
—Si eres un macho, demuestra para qué naciste.
Fui criado para ser fuerte, pero no amado. Para obedecer, pero no hablar. Para servir, pero no ser visto. Mientras mis hermanos, hijos de sus otras hembras, recibían una mirada que no helaba la sangre, a mí me dio entrenamiento y una celda para dormir. Porque yo le recordaba a ella.
A mi madre.
Una Omega Sekhem. La única que tuvo el valor de enfrentarlo a golpes y morderlo cuando intentó forzarla. La única que se sumergió en las sombras sonriendo al darme a luz y que aún lo desafiaba desde mi sangre. Ella no le dio más hijos. Solo a mí.
Y eso bastó para que me odiara por siempre. Porque fui su experimento y su error.
Y aún así, aquí estaba yo. Con el pecho apretado, con los puños sangrantes, con el mandato ardiente de una orden que aún no se había pronunciado, pero que ya flotaba en el aire.
Un susurro que Serban dejó caer como veneno en la lengua.
—Esa perra tiene lo que nos falta. Tierra, número, legado. América. Medb —escupió—. Esa loba dominante. Esa Alfa Sekhem.
Lo dijo con palabras. Lo dijo con el silencio. Con el gesto de desprecio. Con el cuerno golpeando sobre la mesa. Con la forma en que me miró como si ya no tuviera opción.
¿Y acaso la tenía?
...
Mi nombre decía que era un regalo. Pero nadie se molestó en desenvolvérlo. Nadie me enseñó para qué servía. Así que lo fui descubriendo yo mismo, con cada puño, con cada derrota que convertí en victoria. Aprendí a contener la rabia como se contiene el fuego: encerrándola en un horno, hasta que sirviera para algo más que quemar.
Porque si me dejaba consumir, me convertiría en eso que todos temían. En eso que me llamaban a escondidas: "lobo". Como si fuera una maldición. Como si mi sangre no mereciera ser la de un Ankhari.
—No te hagas llamar Ankhari si vas a actuar como un lobo.
Ese insulto. Ese término que los de mi clan pronunciaban con asco.
—No eres un Ankhari. Eres un lobo. Una bestia, sin razón, sin destino.
Y yo... yo tenía que mirar al suelo. No por sumisión. Por estrategia.
…
No recordaba la última vez que dormí. No bien, al menos. El sueño era un lujo para los que no vivían con un cuchillo debajo del alma. Yo cerraba los ojos y veía su rostro. No el de Serban, no. El de ella. Mi madre. Había dado a luz sin ayuda, sin comadrona, sin miedo. Como si no merecieran su compañía. Como si parirme fuera un acto de guerra.
Tal vez lo fue.
Desde entonces, yo fui la daga que ella dejó clavada en el corazón de Serban.
Fui criado entre hombres que me miraban como una advertencia. Como un error que sobrevivió. Y aun así, crecí más rápido que todos. Más fuerte. Más preciso. Como si mi cuerpo supiera que no tendría segunda oportunidad. Que cada fallo se pagaba con huesos rotos, con grilletes, con días sin agua. Que si no cumplía sería castigado de peor manera.
Y sin embargo, por dentro, el Sekhem latía. Sordo. Persistente. Como si me estuviera esperando.
A los nueve años vencí a mi primer adulto en la arena. Me rompieron tres costillas y perdí un ojo que luego volvió a formarse días después. Cuando desperté, lo primero que vi fue a Serban, apoyado en el umbral de la enfermería. No dijo nada. Solo me lanzó un trozo de carne cruda, como a un perro. Y luego se fue.
Yo me aferré a esa carne como si fuera una promesa.
Cada victoria no me traía amor. Traía silencio. Como si temiera que lo que había en mí no creciera. Como si el Sekhem pudiera volver si me quebraba del todo.
Pero no se quiebra tan fácil lo que fue hecho para arder.
...
A los trece apagué a alguien por primera vez.
No fue una orden. Fue defensa. Uno de los mayores me emboscó mientras dormía. Dijo que le habían dado permiso para enseñarme una lección. Lo degollé con los dientes, sin pensar. Sin piedad. El fuego se desató en mi interior como un grito antiguo. Cuando se llevaron el cuerpo, Serban me miró con esa sonrisa torcida que reservaba solo para mí.
—Ahí estás, por fin —dijo—. Ya era hora de que el lobo se comiera al cordero.
No me castigaron. Pero me encerraron durante un mes. En silencio. Sin luz. Sin voz. Para recordarme que no era dueño de mis decisiones. Que incluso cuando cumplía con sus reglas, seguía siendo inservible para ellos.