Ankharis

2.-La Conferencia-.

La ciudad se hallaba cubierta por un velo de niebla, como si Europa entera contuviera el aliento. Las farolas de hierro fundido arrojaban sombras largas sobre el empedrado, y el teatro antiguo —una construcción neoclásica renovada y reforzada para soportar hasta la más mínima señal de amenaza sobrenatural— se erguía como un santuario de secretos milenarios.

Afuera, la seguridad era extrema: un perímetro de anillos concéntricos protegía el lugar, con vigilantes de clanes neutrales en turnos estrictos y tecnología humana adaptada para detectar incluso el movimiento de una hoja. Ni un solo humano había entrado en los últimos tres días.

El teatro era una reliquia de otro tiempo. Una joya barroca con molduras doradas y terciopelo carmesí que se resistía a la modernidad. Esa noche, sin embargo, no albergaba óperas ni conciertos: sus butacas estaban repletas de figuras inmortales, cada una con su propia historia grabada en los pliegues del rostro y el peso del nombre.

Medb caminó al frente del pequeño grupo. Llevaba un abrigo negro que caía hasta las rodillas, cruzado al frente con botones de ónix. Debajo, una camisa ajustada y un pantalón del mismo tono oscuro no lograban ocultar su figura armoniosa y atlética. No había adornos, no llevaba armas visibles. Su sola presencia bastaba. Sus ojos negros, parecían esculpidos en obsidiana, fijos siempre hacia adelante, sin distraerse, sin titubeos.

A su izquierda caminaba Ethel. Su abrigo blanco era de tela gruesa, llevaba una carpeta en la mano y su cabello castaño recogido con severidad en una moño. Su rostro, siempre inexpresivo, se mantenía firme mientras cruzaban los arcos de entrada.

A la derecha de Medb iba Brónach, la alguacil del pueblo. Alta, ancha de espaldas, y con una expresión seria que escondía una bondad incorruptible. Su abrigo largo era gris casi negro, cubriendo el cuerpo fornido y botas militares. Iba armada, aunque con discreción.

Y cerrando el grupo, como una chispa que no sabía estarse quieta, estaba Pietro. El encargado del comercio, con su chaqueta azul marino impecable, una bufanda carmesí suelta al cuello y un portapapeles lleno de anotaciones apresuradas. Sus rizos oscuros se movían al ritmo de sus pasos ligeros, y sus ojos verdes brillaban con emoción contenida.

—¡Ciento veintisiete clanes confirmados! —dijo Pietro, sin poder contenerse—. ¡Una locura! No se había visto algo así desde antes de la era del hielo.

—Lo sé —respondió Medb sin girar el rostro—. Y eso solo lo hace más peligroso.

—¿Te preocupa un atentado? —preguntó Brónach con su voz grave, casi cavernosa.

—A mí me preocupa la estupidez —respondió Ethel—. Tantos líderes ansiosos de mostrar su fuerza. Este lugar será un campo de tensiones.

—Y de oportunidades —interrumpió Pietro, moviendo las cejas con picardía—. ¿Imaginan lo que podríamos lograr si aceptan nuestro modelo de autosuficiencia y turismo?

Medb no respondió. Sus ojos ya estaban fijos en las enormes puertas del teatro. La conferencia aún no comenzaba, pero el olor a jerarquía, poder y conflicto impregnaba el aire como brisa cálida antes de la tormenta.

—No bajen la guardia —murmuró—. Aún no hemos entrado y ya estamos en medio del huracán.

Los cuatro cruzaron el umbral sin mirar atrás. La historia los esperaba dentro.

Era la primera vez en más de dos siglos que tantos clanes se reunían en un mismo espacio: ciento veintisiete representaciones, desde las tundras rusas hasta las islas del Caribe, desde los picos nevados de Asia Central hasta el abrasador altiplano del norte de África. Cada uno con sus idiomas, sus reglas y su forma de sobrevivir entre humanos. El eco de esa diversidad rebotaba en el aire.

En primera fila, reservada para los representantes del Consejo de Croga, Medb se mantuvo de pie. Ella era la imagen de la autoridad muda: no hacía falta que hablara para imponer respeto. Su sola presencia bastaba.

Ethel hojeaba una carpeta con datos de natalidad y estadísticas de fertilidad comparada entre los clanes. Había algo clínico en ella, como si pudiera disecar cada emoción y convertirla en un gráfico; su mirada era quirúrgica, analítica. Era una omega, pero no una que demostrara suavidad.

Brónach, estaba acomodada en su silla. Su rostro cuadrado y porte serio contrastaba con los gestos tranquilos y medidos de su cuerpo. A pesar de su imponente fuerza física y su historial como alguacil de la cárcel en Croga, había en ella una forma bonachona de existir. Seria, pero no severa. Una firmeza que no necesitaba gritar.

Finalmente, Pietro. Colorido incluso en su sobriedad, llevaba una bufanda roja sobre su chaqueta, y gesticulaba sin parar mientras saludaba con entusiasmo a los miembros de clanes vecinos. Su sonrisa era amplia, contagiosa. Tenía algo de mercader de feria, algo de político en campaña, y algo, también, de niño travieso en un mundo demasiado serio. Era alegre, sí, pero no ingenuo. Pietro era efusivo, pero sabía exactamente dónde estaba cada recurso, cada frontera y cada deuda.

Todavía no había comenzado la conferencia, pero los murmullos de los asistentes llenaban la sala como un enjambre vibrante. Era un momento histórico. La integración de culturas y modelos económicos entre clanes no era solo una idea diplomática: era una necesidad. Y todos lo sabían.

En las sombras del telón, los moderadores esperaban. Y Medb, con la espalda recta y los brazos cruzados tras la espalda, los observaba como se observa a una manada ajena. Sin emoción, solo con una calma tan afilada como una daga.

La gran sala del teatro estaba completamente colmada. Una multitud ordenada, vestida con sobriedad y símbolos de sus respectivos clanes, ocupaba cada butaca disponible. La arquitectura del lugar era sobria, sin lujos innecesarios, pero adaptada con tecnología de punta: sistemas de interferencia de ondas para mantener alejados a los humanos, seguridad reforzada en los accesos y cámaras de vigilancia activadas sólo para los organizadores.




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