La sala se volvió silencio. No un silencio de respeto, sino uno de presagio. Como si el aire contuviera la memoria de algo que iba a doler.
Medb se puso de pie. No había protocolo que anunciara su turno, pero tampoco hacía falta. Cuando Medb se levantaba, se callaban los cuchillos del pensamiento. Incluso los Alfas más antiguos —la mayoría con siglos sobre los hombros— bajaron ligeramente la mirada, como si el instinto los sujetara por la nuca.
—Soy Medb —dijo. Y no necesitó más.
El eco de su nombre se posó sobre las columnas. No tenía títulos ni acompañantes, solo la palabra. Y la verdad.
—Represento al clan Cróga —continuó, sin cambiar el tono—. No como su voz, sino como su resumen.
Los ojos más atentos, como los de Ayagâx o la hija de Dacien, ya intuían que algo inusual venía. Pero no estaban preparados.
—Somos dos mil setecientos ochenta y nueve Ankharis.
Hubo un leve crujido. No de madera. De mandíbula apretada, de pupilas dilatadas.
—Sí —confirmó, anticipando la incredulidad—. Dos mil setecientos ochenta y nueve.
Las cifras habían roto la contención inicial. El asombro, aunque silencioso, palpitaba en las miradas. Algunos líderes intercambiaban gestos tensos, mientras otros simplemente respiraban más hondo, como si aquello que escuchaban les reconfigurara el eje del cuerpo.
—Decidimos ocultar nuestro número para proteger nuestra continuidad. Pero hoy, por decisión unánime de nuestro consejo, elegimos mostrar nuestro modelo. No como acto de arrogancia, sino de apertura. Lo compartimos, porque creemos que puede servir. Que puede adaptarse. Que puede prevenir la extinción de nuestra especie.
Un murmullo recorrió las bancadas como un rayo sin trueno. Algunos se incorporaron ligeramente, otros cruzaron los brazos.
Medb no levantó la voz. Pero su tono cortaba el aire con exactitud matemática.
—Éramos veintisiete.
El eco de la cifra volvió a recorrer la sala como si fuera una campana.
Los dedos de Medb descansaban abiertos sobre la mesa. Como si el gesto contuviera a cada uno de aquellos veintisiete.
—Veintisiete Ankharis. No éramos una manada, ni un clan. Éramos apenas un grupo de supervivientes que cortaron las cadenas de la esclavitud con espadas, sudor y sangre. Éramos familia.
Veintisiete. La cifra hizo más escandaloso el presente.
—Recorrimos Europa como exiliados. Irlanda nos parió, pero no nos sostuvo. Pasamos por España, Inglaterra, los Balcanes.
Nadie la interrumpía.
—Nos hicimos pasar por gitanos, por artistas de circo, por comerciantes nómadas. Todo para obtener ingresos sin levantar sospechas. Todo para no formar lazos con humanos. Todo para que, un día, nadie nos recordara demasiado.
—Durante setenta años, caminamos. Por Francia. Por los valles germanos. Dormimos en iglesias abandonadas, en circos ambulantes, en trenes de carga. Y en cada estación, encontrábamos a alguien más. Alguien como nosotros.
—No teníamos Alfa. No teníamos nombre. Algunos venían del Este, otros del Sur. Había quienes habían perdido a su familia, y otros que ni siquiera sabían lo que significaba tenerla.
Medb alzó la mirada y, por un segundo, su voz pareció quebrarse. Pero no lo hizo.
—Un Ankharis en un internado. Una mujer con ojos ámbar en un burdel de Marsella. Un adolescente en Praga que había matado sin saber por qué. Un gamma que hablaba en rumano y al que nadie había escuchado en años. Había luchadores, costureras, médicos. Todos con algo en común: habían sido rechazados por sus clanes, o los habían perdido en guerras antiguas. Los fuimos recogiendo. No porque fueran útiles. Sino porque eran nuestros.
“Porque eran nuestros.” La frase se alojó en el pecho de todos como una grieta. Pequeña. Real. Irrefutable.
—Éramos 325 cuando cruzamos el mar.
La cifra flotó como una lágrima seca.
—Lo hicimos en barcos pesqueros, como polizones, como ilegales. Nadie sabía quiénes éramos. Ni nosotros mismos. Lo único que sabíamos es que, si nos quedábamos, íbamos a desaparecer. Cruzamos el mar con papeles falsos, con cuerpos que nunca envejecían, con hijos que no podíamos criar abiertamente.
Una pausa. Sagrada.
La historia pesaba. No como tragedia, sino como estrategia.
—Al llegar a la frontera norte de Estados Unidos, encontramos un lago. Un bosque. Y un viejo humano, sin hijos, con miedo a morir sin herederos. Nos donó sus tierras. A cambio, le ofrecimos continuidad. Le dimos una familia. Murió entre nosotros como uno de los nuestros. Y su existencia aún perdura en la estatua erigida en su honor.
—No éramos un linaje. Ni un estandarte. Éramos los restos. Y nos volvimos un futuro. Nos instalamos en el territorio que ahora llamamos Cróga hace ciento ochenta años. Éramos quinientos cuatro.
—Fundamos nuestro asentamiento sin nombres rimbombantes. Sin escudos. Sin jerarquías. Durante años, no hubo Alfa. Todo se decidía en el consejo. La comida se repartía según necesidad. La vivienda también. Criábamos a los hijos en comunidad. Cuando alguien perdía la cordura, no lo abandonábamos.
—Muchos de los nuestros fueron suyos. Muchos de los que ustedes consideraron parias, salvajes, peligrosos… hoy viven en Croga. Enseñan. Construyen. Son médicos, artistas, padres, amantes, y líderes.
Un susurro surgió del fondo, de un anciano del Clan de las Dunas, que murmuró: “Sekhem…”
Medb lo oyó. No respondió. Pero bajó un poco la cabeza, como si diera la razón.
—Nuestra fuerza creció porque no queríamos poder. Queríamos sobrevivencia. Y después, dignidad.
Un silencio reverente.
—Construimos un pueblo visible a los humanos, pero imposible de leer. Una fachada turística. Casas nórdicas, sostenibles. Sin hoteles: los visitantes duermen en nuestras casas, donde podemos observar y vigilar. No usamos empresas externas. Tenemos una editorial, una cárcel humana privada de alta seguridad y una arena de combate que los turistas creen parte de un espectáculo exótico. Vendemos comida, ropa tejida a mano, productos locales.