Bogdan llegó con Serban al segundo día de la conferencia. Se habían perdido la exposición del clan de Croga, pero ya que habían llegado mas clanes el segundo día debido a los rumores, se le había solicitado a Medb una nueva ponencia.
El teatro tenía la forma de un cuenco perfecto tallado en madera oscura, con estructuras ecológicas que no solo respetaban la acústica, sino que daban una sensación íntima, casi reverente.
Más de ciento cincuenta clanes Ankharis de distintos países ocupaban sus lugares, todos con una misma expectativa: entender por qué la manada del norte había crecido más que cualquier otra, y por qué su modelo parecía tan exitoso.
Serban, desde la fila frontal junto a su hijo, parecía incómodo. Su cuerpo musculoso, aún joven en apariencia a pesar de sus siglos de vida, parecía una roca afilada entre tantos rostros más relajados. No podía evitar refunfuñar.
Bogdan, por el contrario, observaba con atención. Él sentía una corriente extraña, algo que iba más allá del discurso esperado. No tenía palabras para describirlo aún.
El escenario se mantenía a media luz, hasta que un cuerno ceremonial sonó. No uno de guerra, sino uno suave, hecho de hueso pulido, con grabados antiguos.
Desde los bastidores, caminó ella.
Medb.
Vestía sencillo, pero cada hebra de su abrigo y su camisa negra holgada se adhería con dignidad a su postura. Su cabello, largo y platinado, le caía como una capa. No era exuberante. No necesitaba serlo. Su sola presencia imponía un silencio espeso.
Bogdan tragó saliva.
—¿Te estás dejando impresionar? —le susurró Serban, su voz rasposa como una garra en piedra.
Bogdan no respondió.
Medb caminó hasta el atril. No sonrió. No lo necesitaba. Su voz, cuando habló, era grave, sin adornos.
—Gracias por estar aquí. No esperábamos tanta asistencia. —Pausó—. Pero entiendo por qué vinieron. Somos la manada más grande del mundo. Y eso asusta.
Un murmullo.
—En el norte, el clan Croga paso de ser 27 a más de 2700 en menos de tres siglos. En un mundo donde nuestra raza está condenada a la extinción por orgullo, machismo o misticismo... nosotros creamos algo diferente.
Serban soltó un bufido. A su lado, Bogdan apenas parpadeaba.
—Primero, nuestro sustento económico no depende de los humanos. Administramos una cárcel privada, una editorial, y controlamos el turismo con precisión. Ningún hotel entra. Ningún humano se queda sin vigilancia. No queremos ocultarnos: queremos vigilar. Convertimos el miedo en economía, y la vigilancia en sustento.
Una imagen apareció tras ella, proyectada desde un sistema de espejos: un plano de su pueblo. Casas nórdicas, con paneles solares, canales de recolección de agua, compostaje y micro-agricultura vertical.
—Vivimos en armonía con la tierra. Ahora no aceptamos nuevos habitantes si no son útiles. Todo es comunitario: los trabajos, el dinero, incluso las casas. Las viviendas se adaptan a quienes las necesitan. Usamos el turismo no sólo para mostrar folclore, sino para proteger el bosque milenario. Nada se construye fuera de los límites establecidos hace 180 años. Nada.
Bogdan cerró los ojos por un segundo. Recordó su hogar en Rumania: frío, piedra, órdenes gritadas. Serban no lo miraba, pero sabía que cada palabra de esa mujer lo estaba encendiendo.
—Pero lo que más ha hecho crecer nuestra manada... es la libertad.
La palabra cayó como plomo.
—Somos monógamos en el amor, sí. Pero sexualmente somos libres. Todos los sábados, celebramos la existencia. Origen, placer, comunidad. Y lo más importante: elegimos a nuestros alfas no por su genealogía... sino por su fuerza y fertilidad. Por su deseo de servir al propósito común, no al poder individual.
Otra pausa.
—El actual Alfa Líder ha tenido 31 hijos en catorce años. Él no gobierna. Tiene voz y voto en el consejo, cumple con su propósito, y se le honra por eso. La elección se hace cada siete años. Nada de herencias. Nada de hijos de alfas por derecho.
Serban masculló una maldición.
Bogdan lo ignoró. Su cuerpo entero estaba alerta. Medb no tenía los ojos de una líder, pensó. Tenía los ojos de alguien que ya había perdido algo.
Ella bajó la vista al atril.
—Nuestra especie muere por negarse a cambiar. Nosotros cambiamos. No por humanidad, sino por supervivencia.
Silencio total.
Luego, una ovación contenida.
Serban no aplaudió. Se puso de pie y salió del teatro sin decir palabra.
Bogdan se quedó. Y en algún lugar, dentro de él, algo se abrió.
…
Bogdan no se movió cuando Serban se levantó. Escuchó el roce áspero de sus botas contra el suelo de madera del teatro y el portazo sordo que dejó atrás.
No lo siguió. No lo pensó. Bogdan se quedó ahí, solo, con la vista clavada en el escenario vacío.
Donde, minutos antes, había estado esa loba. Esa Sekhem. Esa mujer que hablaba con la boca apretada y los ojos negros como piedra mojada. No alzaba la voz. No alardeaba. Y aún así, cada maldito cuerpo en esa sala se había quedado quieto cuando ella habló.
La había visto antes de que hablara. Sentada en la penumbra del costado izquierdo, con el cuerpo echado hacia adelante, codos sobre las rodillas, como un soldado cansado pero alerta. El cabello platinado le caía liso sobre el rostro, y ni así ocultaba del todo ese ángulo firme de su mandíbula, esa androginia natural que parecía una armadura más que una elección.
Llevaba puesta bajo el abrigo una camisa negra sin cuello, holgada, casi masculina, y pantalones rectos que no dejaban ver nada… pero ocultaban todo mal. Porque debajo de esa ropa neutral había un cuerpo que no pedía ser visto, pero exigía respeto.
Medb. El nombre apenas había sido pronunciado en la presentación, pero él lo había escuchado como un disparo. Ni un gesto de coquetería, ni sonrisa, ni maquillaje —salvo por esas pestañas largas que se curvaban como un insulto silencioso a lo frívolo.