Ankharis Sangre Inmortal

4.-Pietro y Frank-.

Pietro se había quedado después, como casi siempre que encontraba una excusa para no marcharse. Yo lo dejaba. No era solo por la compañía ni por su forma tan suya de no respetar el espacio personal. Había algo en cómo se me acercaba —demasiado cerca— que no podía evitar, aunque tampoco entendía del todo.

—¿Y si me invitas un vino de esos que escondes en tu cajón de emergencia, Frank? —preguntó con su sonrisa torcida, esa que usaba cuando se sentía valiente o travieso, o ambas cosas.

Abrí el cajón sin mirarlo. Sabía que me observaba. Serví dos copas. Me temblaban los dedos. No por el vino, ni por el frío. Era él. Maldito Pietro y su voz melodiosa.

—¿Te das cuenta que coqueteas conmigo peor que una Ankhari en celo? —le dije, medio en broma, medio tentándolo.

—¿Peor? Frank, yo inventé el método... pero contigo me desconcentro —dijo, tomando la copa sin quitarme la mirada. Le dio un sorbo lento y luego me la devolvió. No para compartir el vino. Para que la bebiera justo por donde sus labios habían tocado el cristal.

Estábamos tan cerca que podía oler su piel. Me recargué en el borde del escritorio, sin sentarme, y él dio un paso más. Su muslo rozó el mío.

—No deberías jugar así —le advertí. Mi voz ya no tenía ese tono firme de siempre.

—¿Y si no estoy jugando?

No alcancé a responder. No podía. Porque sus dedos ya estaban acariciando el borde de mi camisa, y el calor entre nosotros era tan denso que podía cortarse con una daga. Iba a decirle algo, quizá algo tonto. O algo importante. Pero entonces…

—¡Frank! ¡¿Estás ahí, o ya te lo tragó Pietro?! —La voz de Deirdre atravesó la puerta como una flecha.

Ambos dimos un salto hacia lados opuestos. Pietro derramó la copa al intentar moverse, y yo me golpeé la cadera contra el escritorio.

—¡Mierda! —gruñí, limpiando torpemente con mi manga.

Deirdre no esperó respuesta. Abrió la puerta sin pedir permiso, como siempre.

—¡Ohhh! ¿Interrumpí algo? —preguntó, teatralmente inocente, con una ceja arqueada y una sonrisa divertida. Tenía una caja en las manos, probablemente informes.

—Solo un brindis improvisado —contestó Pietro, con su descaro habitual, aunque ahora ligeramente despeinado y con la camisa fuera del pantalón. Perfecto.

—Ajá —dijo ella, escaneando la escena. Sus ojos se detuvieron en el vino derramado, en la mancha en mi camisa, en nuestras posturas tensas. —Entonces el brindis estaba... ¿caliente?

—¿Necesitabas algo, Deirdre? —dije yo, seco, tratando de retomar la compostura mientras sentía aún el hormigueo donde Pietro me había rozado.

Ella se rió y dejó la caja sobre mi escritorio.

—Solo los informes de la segunda oleada de visitantes. Pero no me iré sin antes hacer una pregunta...

Nos miró a ambos con su típica malicia.

—¿Quieren que cierre la puerta al salir... o al entrar?

Pietro se rió. Yo me giré y fingí revisar la caja para no seguir mirándolo.

—Buenas noches, tórtolos —dijo Deirdre, saliendo y cerrando la puerta con un “clic” exagerado.

Cuando el silencio volvió, ninguno dijo nada. Por unos segundos eternos, sólo el sonido del reloj de pared. Pietro suspiró, se acercó de nuevo y tomó la copa vacía.

—Lo que te dije antes... no era broma —murmuró.

—Lo sé —respondí.

Y eso fue todo. Esa noche, al menos.

.

Al principio, era solo un juego.

Yo jugaba. Porque Pietro me ponía nervioso. Porque tenía esa maldita manera de mirarme con juicio y deseo al mismo tiempo.

Al principio, me gustaba ver cómo se tensaban sus hombros cuando me acercaba demasiado. O cómo fingía que no lo notaba cuando me llamaba "cariño" en mitad del consejo.

Pero después dejó de ser solo un juego.

Porque una noche, en su oficina, cuando Deirdre interrumpió justo a tiempo, yo sentí algo real. No solo calentura. No solo deseo. Algo más jodido. Como si, por un segundo, lo que quería no era besarlo ni provocarlo. Lo que quería era quedarme. Con él. A su lado.

Y eso me asustó. Como demonios.

Así que me alejé. Por semanas. Me inventé excusas, me reí con otros, me acosté con quien se dejara. Todo lo que suelo hacer para olvidarme de algo. De alguien.

Pero Pietro no se fue. Seguía apareciendo en mi cabeza. En los pasillos. En las reuniones. Y lo peor: él no me perseguía. No me exigía. Solo era él. Deslenguado. Atrevido. Intolerablemente atractivo.

Un día me senté junto a él en la sala de descanso y me dijo:

—Si te beso, me vas a romper la cara?

Me giré muy despacio.

—Depende. ¿Lo vas a hacer en serio o por burla?

—En serio. —Dijo.

Fue un beso corto. Preciso. El tipo de beso que abre puertas.

Desde entonces... evolucionamos. A nuestra manera. Discutimos todo el tiempo. Pietro es más volátil que un cubo de gasolina con mecha. Y yo soy más terco que una mula con principios. Pero también empezamos a quedarnos más. A dormir en la misma cama sin necesidad de sexo. A cenar juntos. A leer en silencio. A existir juntos.

Todavía no se lo decimos a nadie.

Pero Deirdre ya lo sabe. Y Blanche sospecha. Y Brígid nos lanza miraditas. Y Pietro tiene esa sonrisa caliente cuando cree que no lo veo.

No somos una pareja. No oficialmente. No con esas palabras.

Pero Pietro se lava los dientes en mi lavabo. Y tengo su café favorito en mi despensa.

Así que supongo que, al final... ¡maldita sea!

Estoy enamorado.

.

La casa de invitados que Pietro ocupaba desde su llegada al pueblo estaba construida al borde del bosque, justo antes de que la niebla nocturna se tragara los caminos. Era una de esas estructuras de madera nórdica, con amplios ventanales y una chimenea que crepitaba con brasa suave. Aquella noche, sin embargo, la brasa no era la única fuente de calor.

Estaba tendido en el sillón de dos plazas, los pies sobre la mesa ratona, con una copa de vino en la mano y Frank en el suelo, sentado con la espalda contra sus piernas, leyendo un libro cualquiera. El libro llevaba cerrado casi veinte minutos.




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