De todos los finales posibles, habría jurado que el mío terminaría en una escena dramática, con Bogdan llorando sobre mi tumba, lamentando no haberme prestado más atención mientras yo me desvivía por regalarle joyas emocionales disfrazadas de sarcasmo. Pero no. Estaba vivo, entero y tan peligrosamente delicioso como siempre. Más aún: me había sentado al lado de Frank.
Frank. ¡FRANK! Ese gigantón de sonrisa torcida y cerebro de oro derretido. Esa bestia adorable con los brazos del porte de mis fantasías más cochinas. No sabía qué me ponía más: su risa o la forma en que no se daba cuenta de que podía romperme la cadera con un suspiro. ¡Mmm!
Estaba en plena sesión del consejo y yo ya había perdido la cuenta de cuántas veces me había cruzado de piernas para disimular mi entusiasmo. Medb y Bogdan estaban radiantemente ardientes, como siempre. Ella con ese escote revienta hormonas y él con su cara de “que me perdone el universo pero ¡yo quiero una mordida!”
Frank hablaba sobre refaccionar el teatro comunitario con un presupuesto ajustado, y yo apenas podía concentrarme. Le deslicé un papelito doblado con la frase: "¿Presupuesto ajustado o pantalones ajustados, mi amor? Porque de aquí veo una tensión que necesita resolverse".
Él lo leyó. Me miró. Se rió.
—No empieces, Pietro —murmuró con ese tono que no me decía que no. Nunca decía que no. Y si lo decía, era para provocarme.
Brígid se reía al otro lado de la mesa. Estaba de vuelta, con bromas, peinados imposibles y esa nueva colección de esmaltes con nombres tan poéticos como "Me das rabia pero me gustas" y "Orgasmo de lavanda". Todo era como debería ser.
En un momento de la reunión, Medb pidió otro receso y Bogdan se la llevó como quien rapta a su esposa por tercera vez. Deirdre gritó:
—¡Alguien refuerce ese escritorio, que ya va por el cuarto roto en la semana!»
Yo aproveché el caos para inclinarme hacia Frank.
—Oye... si reforzamos la sala de proyecciones... podríamos, no sé... ensayar posiciones logísticas para cine comunitario.
Él me lanzó esa sonrisa de "algún día vas a salírte con la tuya, Pietro", y yo sonreí como quien ya tenía planeado el día, la hora y el color de ropa interior (roja, siempre roja, por si acaso acababa en emergencia pasional).
La vida en Croga nunca había sido tan entretenida. Y yo, Pietro el Impertinente, me prometí que seguiría agitando el corazón de este consejo... o al menos el de Frank. De aquí al infinito, con mucho humor y lubricante emocional.
...
La sala del consejo estaba casi vacía. Las sillas de madera crujían al volver a su posición, las tazas vacías de café quedaban como testigos de decisiones serias y de chismes no tan serios. Frank se estiró con un bostezo exagerado, el tipo de bostezo que uno lanza no porque tenga sueño, sino porque necesita decir con el cuerpo que ya tuvo suficiente de seriedad por un rato.
—No sé ustedes, pero yo necesito un trago. O dos. O a este paso, un Frank entero —dije, echando una mirada de reojo al beta, con una sonrisa ladeada.
Frank ni se inmutó. Cerró su cuaderno con lentitud, como si cada movimiento fuera parte de un ritual de autocontrol.
—Si por "un Frank entero" te refieres a mis habilidades para servir whisky, puedo concederlo. Si te refieres a otra cosa, deberías al menos invitarme a cenar primero.
Blanche, que estaba doblando unos documentos cerca de la puerta, soltó una carcajada baja. Nos lanzó una carpeta.
—Basta. Van a incendiar el mobiliario.
Me puse de pie y me aparté hacia la ventana, contemplando el atardecer sobre el bosque. Frank dijo:
—No te parece curioso? Bogdan está feliz, Medb está… épica. Pero nosotros tres seguimos aquí, sobreviviendo con sarcasmo.
—Yo sobrevivo con sarcasmo, vino y un trasero bien trabajado —respondí, dándome una vuelta para lucirlo.
Frank me observó de reojo, con esa expresión de quien no está mirando, pero está memorizando.
—Podría escribir un informe sobre tu vanidad. Tendría que usar más de una hoja.
—Puedes escribirlo en mi espalda, si quieres. Tengo espacio.
El silencio fue corto pero denso. Blanche miró a ambos, entre divertida y resignada.
—Si se besan, por favor que sea donde yo pueda grabarlo.
Frank chascó la lengua.
—Ay, Blanche. Así como vamos, va a ser Pietro quien me agarre contra la pared.
—De eso no tengas duda —repliqué, sin mirar atrás.
...
Frank se había acostumbrado a las dinámicas del consejo. Las bromas, los egos, los silencios pesados y los gestos que hablaban más que las palabras. Había aprendido a jugar su papel: el gracioso, el inofensivo, el que podía decir lo que nadie más se atrevía cuando estaba borracho. Pero desde que Pietro volvió de la fiesta en Berceau, sentía que algo en su equilibrio interno tambaleaba.
No era solo la forma en que Pietro hablaba, con esa voz melódica y arrastrada como si saboreara cada palabra antes de decirla. Era su risa desde la garganta y esos ojos siempre atentos, como si nada lo sorprendiera pero todo le interesara. Frank se descubrió pendiente de él, observando cómo se movía en el consejo con esa seguridad a medio camino entre la insolencia y el carisma.
La primera vez que Pietro le guiñó un ojo en plena reunión, Frank pensó que era una provocación sin mayor trasfondo. Pero cuando, semanas después, en uno de los pasillos solitarios del centro comunal, Pietro se le acercó por la espalda para susurrarle:
—Cuidado, Frank, con ese culito podría volverse traición. —Frank sintió un calor impropio trepándole por la nuca.
Se rio. Claro que se rio. Siempre se reía.
—Ah, Pietro, si vas a decir cosas así, al menos invítame un trago.
Pietro lo hizo. Esa noche. Y otra más. Y otra. Las conversaciones se volvieron más profundas de lo que Frank esperaba. Hablaron de familias, de batallas pasadas, de lo que significa vivir tantos siglos sintiéndose ajeno. Pero también hubo toques sutiles, un roce de dedos al pasarle una copa, una mano sobre el hombro que duraba medio segundo más de lo necesario.
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Editado: 28.12.2025