Ankharis Sangre Inmortal

5.-La Furia de Serban-.

El silencio del despacho de Serban no era contemplativo. Era una herida abierta.
Las órdenes fueron claras. El objetivo, preciso:

"Conquístala. Fecúndala. Obtén lo que no tenemos: un linaje Sekhem."

Bogdan. El único de entre todos sus hijos, diseñado para ser objetivo, letal y obediente. Había sido criado no como hijo, sino como ofrenda. Enviado con una misión gloriosa: someter al pueblo de Cróga desde dentro, fecundar a su hembra más poderosa y reclamarlo todo como territorio conquistado.

Y sin embargo...

—Conquistado fue él —murmuró Serban, con amargura seca en la lengua.

Cróga, con su paz sucia. Con su igualdad nauseabunda. Con sus casas sin jerarquía. Con esa Alfa que no deseaba engendrar, que no exigía obediencia sino comunidad.

Bogdan había ido como semental. Y se había quedado como hijo adoptivo. Como hermano. Como ciudadano.

—Una casa. Una silla. Un nombre en el consejo —escupió Serban—. ¡Eso no es poder! ¡Eso no es legado!

No podía tolerarlo. No podía soportar que su hijo, su arma más perfecta, su heredero, se hubiese rendido ante la comunidad, ante la risa de los débiles, ante las caricias de las hembras blandas.

—Te ablandaron con cuentos. Con ternura. Te borraron las cicatrices. Te llenaron de hijos como semillas sin raíz.

Serban había criado once hijos. Había apagado él mismo a cuatro. Dos habían traicionado el linaje y el resto, disuelto entre exilios, guerras o desapariciones. Sólo le quedaba: Bogdan. Su experimento.

Desde hacía años que no había recibido mensaje alguno de Bogdan. Ningún informe, ninguna deferencia. Ninguna obediencia. Había enviado emisarios también, pero ni uno regresó con respuestas. Solo silencio. Silencio y rumores de 221 hijos.

—Dos centenares de descendientes que llevan mi sangre, y ninguno en mi tierra —gruñó.

Rumores que hablaban de Croga, del consejo, de hembras desfilando ante su hijo como si fuera un dios pagano. Rumores de fetidez moderna. Rumores de impureza. De igualdad.

—¡Todos bajo la bota de esas brujas del deseo, en un pueblo que se niega a entender la pureza de un linaje ancestral!

Lanzó la copa contra el muro. Se hizo añicos.

—Voy a buscarlo.

Su voz no fue una decisión. Fue un decreto.

No se lo pediría. No le rogaría. Iba a Cróga a recoger lo que era suyo.

Iría primero como padre. Con el derecho de quien creó.

Y si eso fallaba...

Iría como verdugo.

Serban llegó en automóvil.

Una monstruosidad negra, con ventanales polarizados y motor silencioso. No era su estilo, pero el viaje desde el aeropuerto más cercano hasta las afueras de Cróga lo obligaba a asumir ciertas máscaras. Apretaba el volante con una sola mano, la otra descansaba sobre su rodilla, los dedos jugando con una moneda antigua, de oro negro, marcada con su propio rostro.

El bosque que lo rodeaba le resultaba ofensivo. Todo en ese aire olía a rendición. A musgo amistoso. A tierra fértil en vez de territorio conquistado.

—Como conejos... —murmuró. Su voz se estrelló contra los cristales.

Desde el parabrisas divisó las casas: estructuras de madera clara, con techos a dos aguas, rodeadas de jardines sin cercas. La gente caminaba sin prisa. Algunos saludaban a quienes pasaban. Un grupo de niños, en una esquina, jugaba con agua desde una fuente natural.

—Ni torres. Ni vigilancia. Ni miedo. —Gruñó con asco.

Su mirada recorrió el paisaje. Cada casa parecía una versión doméstica de un crimen contra el orden. No había torres. No había jerarquías visibles. Todo estaba construido con la intención de desaparecer entre los árboles. Como si quisieran no existir. Como si temieran destacar. Se detuvo ante el arco de entrada. Una estructura de madera tallada con símbolos blandos: ramas, hojas, círculos. Ninguna garra. Ningún diente.

Detuvo el vehículo justo antes del arco de entrada. Ya lo esperaban. Dos guardias: una mujer de cabello trenzado y mirada vertical, y un joven con una radio en la mano. Se acercaron con calma, pero sin sumisión. Serban bajó la ventana con un gesto brusco.

Su voz era firme. No altiva. No temblorosa. Firme. Como quien obedece una ley que considera propia.

—Serban del Clan Nemilos —dijo sin esperar saludo—. He venido a ver a mi hijo. El joven alzó la radio.

—Su visita no ha sido anunciada, señor. Necesitamos autorización directa para permitirle el ingreso.

—¡Soy su padre! —espetó, como si eso lo explicara todo.

—Lo entiendo. Pero nadie entra sin permiso del Consejo.

La mujer se mantuvo firme, sin mover un solo músculo facial.

—Llámalo —ordenó Serban.

El joven asintió, transmitiendo el mensaje. Pasaron segundos, luego un minuto. La radio crepitó. Se oyó una voz grave, tranquila. Serban reconoció de inmediato la cadencia.

Era Bogdan.

—Dile que no entra.

Eso fue todo. Una frase. Un filo. Una fractura.

El joven repitió la orden, esta vez bajando los ojos, como si temiera la chispa que había encendido. Serban apretó el volante hasta que la madera del interior crujió bajo sus dedos. Su mandíbula, rígida. Su sien, latiendo.

—Ese hijo me fue dado para extender mi nombre —dijo con voz cavernosa—. Y ahora me niega. ¡A mí! ¡A mí, que lo saqué de la carne de una bruja, que le di instrucción, tierra, deber!

El guardia retrocedió un paso. La mujer no.

—Le pido que se retire, Serban. Antes de que este encuentro se torne hostil.

—¡Hostil ya es! —bramó— Ese hijo es mío. Esa sangre es mía. Esos niños que lleva en sus lomos son mi legado.

—Bogdan es libre.

La frase le perforó el pecho. Libre. Como si la sangre pudiera emanciparse. Como si pudiera decidir su destino sin la voz del que lo creó. Como si el árbol pudiera negar sus raíces.

—¡Voy a entrar! —rugió. El sonido no fue un grito, fue una vibración. Las hojas de los árboles más cercanos temblaron. Un ciervo salió corriendo.

Pero el viento no se movió. La tierra no tembló. Nada obedeció su furia. El mundo había cambiado. La autoridad de su linaje no cruzaba la frontera invisible de Cróga. En ese lugar, su rugido no era ley. Era solo un ruido más en el bosque.




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