Ankharis Sangre Inmortal

6.-El Celo de la Reina-.

Pasada la medianoche, el consejo de Croga seguía reunido bajo la bóveda de madera que crujía con cada ráfaga del viento exterior. Las lámparas colgantes oscilaban apenas, y sus luces cálidas dibujaban siluetas largas y tensas sobre la gran mesa.

Era una de las sesiones más largas en años. No por su complejidad técnica, sino por lo que removía en cada uno de ellos.

La propuesta estaba sobre la mesa desde hacía tres ciclos lunares: abrir la Fiesta de los Instintos a turistas humanos, permitiendo su observación —con límites estrictos, claro— como parte de un nuevo paquete de experiencias para quienes visitaban el pueblo.

Mitad del consejo estaba a favor. Mitad en contra.

Y cuando en Cróga no había consenso... no se dormía.

—Sería una forma de controlarlos —insistía Blanche, los dedos acariciando su copa, sin beber—. De observar qué desean, qué los excita. Si ellos creen que nos están observando, los verdaderamente observados serán ellos.

—¿A qué costo? —replicó Darragh, cruzando los brazos—. Los humanos corrompen lo que no entienden. Lo erotizan todo... y lo banalizan.

—¿Y qué creen que hacemos nosotros? —intervino Pietro con una media sonrisa—. La Fiesta no es sagrada. Es biología honesta. Y la honestidad vende.

Lugh asintió, sus ojos reflejando las luces del salón.

—Hemos regulado todo. ¿Por qué no esto?

Frank, en cambio, no hablaba. Observaba, analizaba. El conflicto no estaba solo en el voto: estaba en el fondo de cada palabra. En la historia personal de cada uno con esa celebración. En su manera de concebir el deseo y el cuerpo.

—No es turismo. Es invasión —murmuró Brígid con los labios tensos.

Deirdre exhaló. A su lado, Giovanni apenas giró el rostro hacia ella, como si quisiera calmar el peso de su opinión. Pero no habló.

En el extremo de la mesa, Medb permanecía erguida, con las manos cruzadas sobre el regazo. No participaba. Su sola presencia bastaba para inclinar el silencio hacia un extremo.

Y eso era parte del problema. Nadie quería votar hasta saber su postura.

Incluso Alexander, el nuevo Alfa elegido, se mantenía en deferente calma. Había ganado el título en la jaula pero su espíritu seguía buscando cómo ejercer el poder sin ofender a la reina.

—No me corresponde imponer nada —dijo finalmente Medb, en tono neutro—. Esta comunidad debe decidir en común. No por presión de una mayoría transitoria.

Bogdan desvió los ojos hacia ella. Algo en su respiración se había alterado. Apenas un susurro.

Medb también lo sintió.

Un calor. Un tambor suave bajo el vientre. Una vibración conocida que no había sentido en siglos.

—¿Alguien más siente…? —musitó Blanche, llevándose una mano al pecho.

—El aire cambió —dijo Ethel, entrecerrando los ojos—. No es magia.

—No es Sekhem tampoco —agregó Senan, su voz con un dejo de preocupación.

Medb se puso de pie. Con calma. Sin urgencia, pero como si el cuerpo se moviera solo.

Alexander la miró.

—Medb…

Pero ella no lo oyó.

Algo se abría dentro de ella. Como una grieta en la tierra. Como un lago al deshielo.

El silencio crepitó como electricidad estática. La mesa ya no era un centro de deliberación. Era un campo de tensión orgánica.

Y entonces, sin que nadie lo anticipara, Bogdan se puso de pie también.

La miró. No como se mira a una líder. Ni como se mira a una mujer.

La miró como un devoto ante su diosa. Como un lobo ante la luna primera. Y en un paso, dos, cruzó la distancia entre ellos.

La besó.

No fue un gesto tierno. Ni violento. Fue instinto. Fulgor. Una lengua de fuego entre dos cuerpos que habían sobrevivido al invierno del deseo.

La mesa crujió. Las sillas raspaban el suelo sin que nadie las moviera.

Frank se giró, y encontró los ojos de Pietro. No dijo nada. Sólo lo besó. Lo tomó del rostro y lo arrastró consigo al suelo, donde el calor se transformó en latido.

Blanche rió, rió con los ojos húmedos, antes de arrojarse sobre Lugh, arrancándole el chaleco como si fuera piel inútil. Él no protestó. Solo le respondió con las manos sobre su cintura.

Ethel jadeó. Pero fue Senan quien la empujó primero, con una sonrisa leve y una palabra que nadie oyó. El viejo sabio cayó de rodillas. Ethel lo recibió con un gemido contenido.

Darragh y Brónach se aferraron como ramas en medio de una tormenta, sin diferenciar dónde terminaba un brazo o comenzaba una pierna.

Brígid se volvió hacia Alexander. Lo miró. Lo probó. Y entonces lo tomó. Como si la sangre misma la arrastrara a reconocerlo. No como alfa. No como enemigo. Como cuerpo necesario.

Medb y Bogdan seguían de pie. Pero sus cuerpos ya se abrían el uno al otro, entre jadeos y mordidas.

La reina entraba en celo.

Y su celo no era individual.

Era cósmico.

Era contagioso.

Y nadie se retiró.

Porque esa noche, en vez de decidir si abrirían la Fiesta a los humanos, la Fiesta irrumpió en ellos.

Y no había puerta que pudiera cerrarla.

El aire en la Casa Comunal no era aire. Era perfume. Era hálito denso de pieles abiertas al deseo. Cada aliento se volvía fuego, y cada fuego, una red que arrastraba a los presentes a una dimensión donde el lenguaje era el cuerpo y la voz, el gemido ritual.

Bogdan tenía a Medb entre sus manos como si sostuviera una ofrenda. Sus dedos exploraban con reverencia brutal. Sus bocas se buscaban una y otra vez, como si el mundo fuera a acabarse si se separaban por más de un suspiro.

Pero no estaban solos.

Alrededor de ellos, el consejo se había desarmado.

Frank tenía la camisa a medio quitar. Pietro lo sujetaba por la nuca y lo hacía temblar como si esa fuera su única forma de comunicarse.

Ninguno hablaba. Pero las bocas trabajaban sin tregua.

Se arrastraban por el cuello, la espalda, los muslos. No era sexo. Era afirmación tribal.

Blanche se reía en voz baja mientras montaba a Lugh como si cabalgara su propio impulso vital. Lugh la sujetaba por las caderas, sus dedos marcaban con fuerza, con necesidad. Eran como animales sagrados, sin culpa, sin límite.




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