Anne

•Capítulo Nueve•


Luego de pasar como una hora en el parque, sentados en la banca, abrazados y dándonos unas muestras de afecto, que si fueran otras personas me daría cringe, me fijo en la hora y veo que ya son más de las dos de la sienta.

—¿Quieres ir a almorzar a casa? —Pregunta regalando caricias a mi pelo.

—¿Ahora?  

—Ya son más del medio día —alega—, y están empezando a sonarme las tripas —suelto una risita y asiento. 

—De acuerdo, yo también tengo hambre.

—Mamá se pondrá contenta —asegura. Ladeo la cabeza y arrugo el entrecejo.

—¿Tú madre? 

—Sí —contesta asintiendo—, está ansiosa por conocerte. 

—¿Qué? —Despego mi espalda de la banca y giro la cabeza en su dirección.

—Lamento no haberte dicho antes —dice—, esta semana fuiste el tema principal de mis conversaciones. 

—Me alegro no ser la única —digo recordando todas las veces que le hable de él a Sara, a Max y a Mamá. 

—Vámonos —dice—, pero esta vez yo conduzco, no quiero terminar en un calabozo por exceso de velocidad. 

—Como si hubiera conducido rápido —respondo con ironía.

—Ajám, si te parecías a una tortuga —rebate.

Nos dirigimos a la moto, él toma el lugar del conductor y yo la del acompañante e imito su acción de envolver su cintura con los brazos. 
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Ariel realmente conduce bien, y eso que creí que conduciría como una abuelita, va a más de 80 km/hr y no ha hecho ni siquiera el mínimo indicio de tener miedo a un choque. Con un poco más de práctica le iría estupendamente en el motocross, lo digo por la forma tan sutil de girar en las curvas y acelerar en los momentos indicados de manera estratégica. 

Lo hace muy bien para no gustarle las motos.

Diez minutos después, entramos al barrio donde reside. Por el día es mucho más bello, la mayoría de las casa son de fachada moderna y sofisticada, los céspedes perfectamente cuidados y las flores de vivos colores son los protagonistas en los hermosas jardines, que más bien parecen de catálogo. 

El lugar es hermoso.

Aparca la moto frente a su casa, es igual de preciosa a como la recordaba. Ariel se gira para mirarme y capto que está esperando a que baje.

—Llegamos, dulce chica mecánica —informa con una sonrisa perfecta. 

—Vamos, sabes que de dulce no tengo nada —digo al bajarme. 

—Eres más dulce de lo que crees, solo que lo ocultas con grasa de motor —asegura. Le sonrío agradecida por el cumplido. 

—Si tú lo dices. 

—Vamos —me toma de la mano y nos adentramos a la casa.

 Si por fuera es preciosa, por dentro es el paraíso hecho realidad. Las paredes están pintadas con un color crema bastante sutil y el suelo es adornado por alfombras blancas, las cortinas, igual de blancas, dan un aspecto elegante a la estancia, en las repisas descansan fotos de los familiares de Ariel, aunque una en específico llama mi atención, en ella se encuentran, los que supongo son sus padres, sentados en la arena frente al río, y junto a ellos, dos pequeños de cabellera rubia, un niño y una niña de no mucha diferencia de edad, abrazados con una sonrisa alegre.
 En el centro del recibidor hay un sofá de tela gamuzada color marfil y frente a él, un televisor plasma de más de 60 pulgadas que se encuentra al costado de una ventana, ésta da vista a un jardín lleno de tulipanes y rosas blancas que dan testimonio del impecable trabajo que ha hecho la persona que los cuidó. 

—Wow —es lo único que pronuncio por lo embobada que me encuentro al recorrer la vista por el lugar. 

—Lo sé —dice orgulloso—, mi madre tuvo muy buen gusto al elegir esta casa.

—Por supuesto que lo tuvo. 

—Vamos, te la voy a presentar —estira la mano para que la tome, pero simplemente atino a mirarla.

—¿Qué? —O sea, ¿y si la señora piensa que soy la novia de su hijo? ¿Y si no le caigo bien? Ay, no, que incómodo sería— ¿Ahora? ¿Y si mejor comemos en mi casa? 

—Anne, hemos recorrido media ciudad y ahora quieres volver. No tengas miedo, a ella le agradas. 

—¿Y cómo sabes que le agrado? Si ni siquiera me ha conocido.

—No personalmente —nos interrumpe la voz de un mujer a nuestras espaldas, me giro y me encuentro con el mismo azul de los ojos de Ariel, mirándome enchinados a causa de la sonrisa que me regala esta señora. 

No es muy alta, es más o menos como yo, pero lo disimula con los tacones, posee la tez pálida y lechosa, apuesto a que es bastante suave. Aunque su hijo se le parece, ella, a cambio de Ariel, tiene el pelo rojizo casi naranja. En verdad es hermosa. Ha de tener unos cuarenta y tantos pero no se le nota casi, nada cualquiera apuntaría que tiene unos treinta y pocos. 

—Un gusto conocerte Anne, soy Mariela, madre de este caradura —se presenta amable, me tiende la mano y luego besa mis mejillas sorprendiéndome. 

—El gusto es mío, señora —digo con miedo de equivocarme al hablar. 

—No me llames señora, solo dime Mariela, no soy tan estirada —pide, haciendo que me relaje más con esa broma. 

—Está bien, señ... digo Mariela  —me brinda un sonrisa antes de decir: 

—Ariel me ha hablado un montón de ti, empezando con tu belleza y creo que aún no encuentra todos lo adjetivos para admirarla.

—Mamá —masculla Ariel avergonzado, pero su madre lo ignora. 

—Pero vaya que no ha exagerado al decir lo bella que eres —siento mis mejillas arder. 

—Me alegro que le haya hablado de mí —musito cohibida.

—¿Y cómo no hablarle de ti, preciosa? —Dice Ariel mirándome dulcemente. 

—¿Preciosa? Entonces ¿ya... —Insinúa Mariela 

—No —contesto rápidamente—, solo somos amigos.

—Pero no por mucho —asegura su hijo.

—Entiendo, pero confío en mi hijo —quiero preguntar en qué es en lo que confía, pero hace un ademán con la mano y cambio de tema— ¿Tienen  hambre?

—Sí, y mucha —responde Ariel y Mariela nos invita a pasar al comedor.




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