Anne

•Capítulo Veintidós•


Cuando era pequeña tenía un perro llamado Fang, tenía el pelaje negro con manchas marrones en las orejas, era uno de esos cachorritos que no crece mucho. Marta me lo había regalado, y en un pequeño lapso de tiempo ya me encariñé profundamente con esa traviesa bola de pelos hasta el punto que hice berrinches porque no me permitían llevarlo a la escuela. En cada lugar al que iba Fang me acompañaba, prácticamente era mi sombra y por así decirlo fue como un reemplazo para Max, a quien no le gustó mucho la cosa.  

Cuando regresaba de la escuela -en ese entonces aún no trabajaba en el taller- él me esperaba bajo el árbol de limón del patio trasero, moviendo su rabo en formas circulares a una velocidad impresionante, yo corría junto a él y me lanzaba al pasto para el pudiera brincar sobre mí y continuar con el juego que pausamos porque yo tenía que acudir a clases.  

Pero un día esa rutina acabo. Llegué a casa como un día cualquiera, pero con la diferencia de que Fang no me esperaba bajo el árbol, sino que acostado en su pequeña cama agonizando de dolor. Pocas horas después murió, le había dado una enfermedad canina que no recuerdo el nombre pero que sí sirvió para hacerlo sufrir hasta el último suspiro. Me sentí rota y sin ganas de hacer nada por más de dos meses y medio, me pasaba llorando por los rincones sin que nadie pudiera consolarme, andaba maldiciendo a diestra y siniestra a la vida, ni siquiera Max podía hacerme cambiar de opinión por mi enojo para con la mundo. 

Pero papá esperó, esperó a que llore todo lo humanamente posible y luego se me acercó bajo el árbol donde pasaba horas recordando a mi pequeño amigo, se sentó junto a mí y me abrazó, no dijo nada hasta que levanté la vista.  

—No deberías estar así —me dijo en aquel entonces.  

—Yo lo quería mucho —tenía la voz ronca a causa del llanto.  

—Lo sé, pero tienes que entender que es el ciclo de la vida, nadie es eterno, algún día Fang tenía que partir.  

—Pero era muy pequeño —susurre.  

—Pero esa es la ironía de la vida, naces siendo pequeño pero no tienes que ser justamente grande a la hora de partir.  

—¿Por qué no se puede ser eterno?  

—Lo seremos algún día, cuando Jesús regrese, pero mientras tanto si morimos debemos de esperar para reencontrarnos en el cielo.  

—Entonces, ¿Voy a volver a ver a Fang?  

—Por supuesto —lo abracé contenta de saber que algún día volvería a jugar con el pequeño caniche— ¿Papá?  

—Dime, pequeña.  

—Prométeme que tú no morirás joven, que morirás cuando tengas ciento cincuenta años y yo ya esté ciega y no pueda verte.  

—Lo prometo....  



Pero no cumplió su promesa, murió a los cuarenta y seis años de edad, cuando yo aún no soy ciega y puedo ver en este cajón su cuerpo sin vida, un cuerpo que jamás volverá a darme calor en sus tiernos abrazos y que de sus labios ya no brotarán los sabios consejos solo mi papá sabe dar, o mejor dicho, solía. Es injusto pensar que deseas que haya un culpable por la muerte de alguien para que el dolor sea menos, al menos en este caso, pero nadie es culpable, mi papá no resistió la intervención quirúrgica y terminó partiendo como Fang de mi lado, dejando un vacío en mi pecho que no creo encontrar la pieza necesaria para enmendarlo. Ver sus ojos cerrados con una expresión de paz en el rostro –un rostro al que veré esta última vez–, termina por echar al suelo las fuerzas que aún me quedaban para dejarme débil y sin ganas de vivir.  

—Te prometí que prepararía la pizza casera que tanto te gusta ¿cómo puedes dejarme con las ganas de hacerla? Íbamos a engañar a mamá para que no se de cuenta, no puedes irte y dejarme con una travesura planeada, simplemente no puedes irte... —Tomo su mano fría en mis manos y lloro en silencio, ya no puedo gritar porque la garganta se me secó y la voz me falla al intentar utilizarla elevadamente— Me prometiste que cumplirías ciento cincuenta años, siempre fuiste un hombre de palabra deberías haberla cumplido. No puedes dejarme papá, ¿Cómo continuaré con mi vida si no estás? ¿Quién me dará consejos si tú no? ¿Quién me defenderá de los regaños de mamá?  

»¿Quién me dará ese abrazo cálido y lleno de amor que solo tú eres capaz de dar? Desearía que sea sólo una pesadilla y que tú aún estés esperando el transplante en aquella habitación donde prometiste que nos veríamos luego, pero solo yo puedo verte y no de la forma que esperé, yo quería correr junto a ti como en las películas cuando las personas se reencuentran, pero mi imaginación cursi se fue contigo, como se va el verano cuando empieza el otoño; pero más que otoño, mi vida será un invierno sin ti, papá, sin la calidez de tus palabras, de tus abrazos, sin ti...  

—Es hora, Anne —anuncia con la voz rota Max a mi lado, me giro en su dirección y veo a mi familia tomada de la mano llorando en silencio, sentados junto al padre que dará la misa funeraria. Nos encontramos en el cementerio local bajo un árbol donde a unos metros se encuentra el lugar donde estará la lápida con el nombre de mi padre. Ariel vino junto con su madre a acompañarme y la señora Marina vino con Carlota hace unos minutos pero no fui junto a ninguno de ellos, no tengo ganas de hablar— Vamos, Anne.  

Asiento y Max me toma del brazo guiándome a uno de los bancos de color blanco que se colocó en el lugar.  

—Hermanos y hermanas, hoy nos reunimos para dar el último adiós a nuestro hermano Martín, quien ahora se encuentra en la paz del señor guardándonos un lugar junto a él. Nos ponemos de pie para dar inicio a nuestra oración —De forma mecánica me levanto y la voz del cura se hace solo como un ruido de fondo, mi vista depara en las flores que trajeron en honor a mi padre, es gracioso pues a él le irritaban las flores, era alérgico a ellas, si tenía una a menos de medio metro empezaba a estornudar como si no hubiese mañana.  

El cielo está cada vez más nublado y el sol dejo de ser visto hace varios minutos, el viento sopla del lado sur haciendo que se me erice la piel al sentir el frío de su brisa. Las personas a mi alrededor pronuncian palabras que mis oídos no llegan a captar el significado pero no hago esfuerzo por ello, no ahora— Padre nuestro que estas en los cielos... —La voz del cura es una que otras veces más fuerte pero aún así no logró entenderlas, los oídos me pitan y me concentro en ello, en el aturdimiento que me abarca.  

Mi madre y mi abuelo pasan al frente y recitan un lazo de palabras a las que tampoco presto atención, solo me dedico a sentir las lágrimas que van derramándose por mi rostro y a ver el movimiento de las hojas al ser impulsadas por doquier por el viento. Max me abraza y vuelvo a la realidad, a esa realidad de la que no quiero ser parte. Dos hombres de la funeraria cierran el cajón guardando para siempre el cuerpo de papá.  

Mamá dice cosas que no logro oír por el aturdimiento. Solo cuando veo a dos hombres más unírseles y levantar el cajón en sus hombros y llevárselo en dirección al lugar donde cavaron es cuando mis cinco sentidos vuelven.  

—No —murmuro, mi padre no puede estar muerto, no lo pueden enterrar, tengo que parar esto— ¡No! ¡Papá! 

—Tranquila, Anne —La voz de Max me llama pero lo ignoro.  

—¡Mi papá, no! —Lo van bajando cuidadosamente y voy corriendo hacia ellos soltándome del agarre de Maximiliano— ¡Papá! ¡No lo entierren, no pueden hacerlo! ¡No!  —Ariel se pone en mi camino y me toma entre sus manos para que no llegue a mi destino— Suéltame, Ariel —suplico buscando sus ojos, veo tanta lástima en ellos, no quiero que me tenga lástima. Sé que estoy teniendo un ataque de ansiedad y no encuentro manera de pararlo— ¡Papá! —mi voz es más ronca con cada grito y no me importa desgarrarme la garganta— ¡Por favor, papá! —Los brazos de Ariel me aprisionan y suelto sollozos bastantes sonoros, el dolor que siento no tiene nombre, es como si me arrancarán las extremidades, solo que esto lo siento en el pecho. 

Mis pies no pueden sostenerse voy deslizándome con Ariel sosteniéndome en el suelo, el cajón ya llegó al final del pozo y están a punto de colocar la arena sobre él, todo mi mundo da vueltas y me niego a quedar inconsciente.  

—Papá, no... —balbuceo, Sara y el abuelo se acercan a la tumba antes de que lancen la tierra sobre él y toman un puñado de ésta en sus manos y la dejan caer sobre mi padre, las lágrimas nublan mi vista y niego repetidas veces con la cabeza, esto no puede estar pasando, no puede— ¡Papá! —mi grito sale desgarrador cuando empiezan a cubrir con arena el cajón— Dios mío, ¿Por qué? No puedes llevarlo, no puedes. —Ariel me abraza y lo siento sollozar en silencio— No puedes irte papá, no lo hagas —mi voz ha bajado grandes escalas y el único que ahora puede oírme es Ariel quien me murmura palabras de aliento. Sara abraza al abuelo y llora en sus hombros y veo a mamá tomando la mano de Marta y ocultar su rostro entre el hombro y el cuello de la madre de Max. Mi mejor amigo sin embargo se me acerca a Ariel y a mí y se sienta con nosotros en el suelo, me suelto de Ariel y abrazo a mi mejor amigo, el aire empieza a faltarme pero hago caso omiso a ello. Mi vista se llena de puntos negros y me cuesta respirar, sé que si no detengo mi ataque me voy a desmayar.  

Es todo tan doloroso. 

Cuando ya terminaron de colocar la arena en su lugar los hombres miran hacia nosotros con lástima y bajando la cabeza se retiran, las primeras gotas de lluvia empiezan a caer pero no me importa el miedo en estos momentos, solo quiero llorar y ver si así puedo calmar este dolor. Me suelto de Max y me levanto de suelo, camino hasta la tumba y vuelvo a desplomarme frente a ella.  

—Anne, vamos —dice Ariel luego de unos minutos,  yo solo niego y el agua de la lluvia empieza a empaparme a más no poder, solo miro la pila de arena que guardan con sigo el cuerpo del hombre que me engendró, que me cuidó y que me amó— Vamos, nena, te vas a enfermar —niego en silencio con la mirada perdida en una roca.  

—No quiero —mascullo débilmente, no me hace caso y coloca su brazo derecho bajo mis rodillas y el izquierdo en mi espalda levantándome del suelo, me acurruco en su pecho a la par que camina y veo que ya nadie está en el cementerio a excepción de Max y la señora Marina quienes nos aguardan a unos metros. Max extiende sus brazos y Ariel me deposita en ellos. Solo me dejo llevar por el dolor sin importarme nada.  






—¿Por qué no duermes un poco? —La voz de Marina carece de sentido para mí, es como si estuviese en una burbuja, en mi propia burbuja, una tan resistente que solo escucho el ritmo del latir de mi corazón al compás de mi respiración entrecortada, no tengo la fuerza suficiente para reventar la burbuja y salir de mi propia cárcel, tampoco es que luche a capa y espada por ello, será más bien que no tengo voluntad para salir al exterior, prefiero estar en mi mente pues en ella aún habita el rostro vivo de mi padre y el recuerdo tan cercano de su último abrazo, me niego a salir afuera y descubrir que es solo eso, un recuerdo. Me abstengo a creer que papá ya no está; jamás me planteé la idea de que alguien de mi familia muera, yo creía que la muerte jamás acecharía nuestras vidas. 

Es que es imposible creer lo que está ocurriendo, si me hubiesen dicho hace tres semanas atrás que hoy que estaría frente a un altar en honor a mi padre vistiendo de negro y llorando iba ser capaz de reírme por horas en la cara de aquella persona.  

—No tengo ganas de dormir —Marina asiente y me abraza tiernamente, yo solo sollozo en su hombro sin mencionar ni una sola palabra más. Luego del entierro vinimos a mi casa para continuar con el novenario de muerte. Yo me aísle de todos en un rincón de la sala donde solamente Marina me siguió y agradezco que lo haya hecho por lo menos tengo su hombro para lamentarme. 

Sara está igual o peor que yo, después de todo prácticamente se sacrificó en vano, no logró salvar a papá. Mario estuvo a su lado desde que le dimos la tremenda noticia el día de ayer, la dejo hecha polvo, arrojó al piso todo lo que encontraba a su paso y prácticamente golpeó a la doctora que le dijo que debía mantener reposo y no asistir al entierro. Mamá, en cambio, luego de despertar de su desmayo no pronunció palabra alguna pero por la noche la oí sollozar en su habitación, mi abuelo acudió a ella pero no tuvo éxito al consolarla, él también está desecho por la muerte de su yerno a quien quería como a su propio hijo. En fin, todos estamos con el mismo vacío, con el mismo dolor de la ausencia eterna de mi padre.  

Max y Marta están sentados en el sofá junto con Ariel y su madre quien derrama lágrimas silenciosas, puedo ver la lástima en su expresión.  

—¿Quieres un poco de agua? —Vuelve a preguntar Marina y está vez asiento, tengo la garganta seca y creo que me deshidraté en estas últimas veinticuatro horas. Se levanta y se dirige a la cocina a por el agua, Max se me acerca en silencio y se sienta a mi lado.  

—Está en un lugar mejor —susurra y veo como una lágrima traicionera resbala por su rostro, la seco con mi pulgar y le dedico una sonrisa.  

—Lo sé, pero soy demasiado egoísta para aceptarlo —espeto con la voz más débil que pudiera utilizar.  

—Ven aquí, cariño —abre sus abrazos y me envuelve en ellos, sollozo en su pecho tratando de concentrarme en su aroma para acallar el dolor, de todas maneras es imposible.  

—Es tan injusto. 

Y vaya que es injusto, tantas personas malas y despiadadas hay en el mundo con una vida larga y plena, mientras que hombres como mi padre nos dejan sin haber escrito ni la mitad de su libro.  

Solo murió y ya. 

—Lo sé, pequeña —Alguien me toca el hombro y veo a Marina con un vaso de agua parada frente a nosotros.  

—Gracias —murmuro y bebo del agua hasta la última gota, no sabía que tenía tanta sed.  

—¿Por qué no haces lo que digo y duermes un poco? —Vuelve a plantearme Marina pero niego con la cabeza.  

—Marina tiene razón, Anne estás deshecha, ve y descansa unas horas, te hará bien —sugiere Max apoyando a la ojiverde.  

—Ya les dije que no quiero dormir —reclamo pero solo parece un susurro pues mi voz me falla al salir de mis labios. Ariel viene a paso lento y me levanto para alcanzarlo en la carrera. Me toma entre sus brazos y me da un beso en la cien.  

—Tus amigos tiene razón, amor, ve y duerme un poco.  

—¿Tú también? No quiero dormir.  

—Entonces acuéstate, no es necesario dormir.  

—Tu novio está en lo cierto mi niña, por lo menos ve y acuéstate ¿si? —Refunfuño aunque termino accediendo.  

Ariel me ayuda a llegar a mi habitación, hace a un lado las colchas y me tumbo en la cama donde él a los pocos segundos después me hace compañía, hago descansar mi cabeza en su pecho y lo abrazo con el brazo derecho y cierro los ojos cuando él empieza a formar pequeños círculos en mi cabellera. Lloro en silencio y siento como mis lágrimas van mojando su camisa negra, intento levantarme avergonzada por eso pero él me lo impide colocando sus fuertes brazos sobre mi hombro y apegándome nuevamente a su cuerpo. No sé si quiero que el tiempo pase más rápido o más lento, la ventaja de que pase más rápido es que alberga la esperanza de que el tiempo vaya haciendo este dolor más soportable pero la desventaja es el que a la par que las arenas de un reloj de arena van desapareciendo de la cámara de arriba los recuerdos serán menos nítidos al pasar los años; y que pase más lento sería lo contrario a todo lo dicho anteriormente, la agonía de la pérdida se vuelve más extensa pero los recuerdos son más cercanos.  

Es como estar atrapada entre la espada y la pared, solo que esta vez ambas partes son dolor y más dolor. Una tristeza desgarradora que avasalla con todo aquello que alguna vez llamé alegría, preguntándome si alguna vez la volveré a sentir. 

¿Volveré a ser feliz? ¿Podré serlo sin mi padre? ¿El dolor de su ausencia será menor con el correr del tiempo o jamás podré superarlo?  

¿Será más manejable?  
 




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