Anne

•Capítulo Cuarenta y Uno•

Me lleve tremendo regaño cuando llegué al taller porque resulta que Mario es alérgico al durazno, pero lo bueno de todo es que no lo pudo comer y me lo dio a mí. ¿Qué culpa tiene una de no saber que le salen ronchas a causa de ese sabor?

El abuelo brilló por su ausencia todo el día de hoy, me mandó un mensaje breve diciendo que se encuentra bien y que volvería a casa por la noche. Le pregunté el porqué pero no me contestó, ¿por qué tanto misterio?

Luego de cerrar el taller, Mario me trajo en su motocicleta hasta la casa y se disculpó por no entrar dizque porque tiene una cita "amorosa" con una rubia infarto pero que yo sé muy bien que esa cita es más un encuentro verde que cualquier otra cosa. Abro la puerta principal y entro a la casa estirando mis brazos y bostezando, me dirijo a la sala fregando mis ojos, tal vez coma una pizza y luego me acueste a dormir como Dios manda.

—Ya llegué —anuncio. Me paro en seco, miro incómoda al pelinegro que se encuentra sentado en el sofá— Ho-hola —la lengua se me traba al ver a mi mejor amigo.

—Hola, Anne ¿Qué tal? —Habla y me regala una sonrisa igual de incómoda que la mía.

—Bien ¿Y tú? —No tengo coraje para sentarme a su lado por lo que decido sentarme en una de las sillas de la mesa del comedor.

—Bien ¿podemos hablar? —Trago saliva y asiento.

—¿De qué quieres hablar? —Pregunto fingiendo demencia.

—No finjas Anne, por favor, sabes muy bien de qué hablo. No sé cómo te lo tomaste tú pero yo no puedo hacer como si nada hubiese ocurrido.

—Pero eso es lo que debemos hacer —digo—, eso fue un error Max —me levanto y empiezo a caminar en círculos— Tú y yo somos mejores amigos y no quiero que eso cambie.

Pone una mano en mi hombro y me detiene, aparto la mirada hacia cualquier lado, no quiero mirarlo.

—¿Por qué no quieres que cambie?

—Porque estoy con Ariel, y eso no va a cambiar.

—Pero ¿por qué si no lo amas? Anne…

Un ruido estrepitoso impide que continúe.

Ambos giramos hacia el ruido. Abro los ojos desmesuradamente por la sorpresa.

—¡Abuelo! —Exclamo sobresaltada al verlo caer de bruces al suelo, Max y yo corremos a su encuentro y en conjunto lo levantamos a cuestas y lo llevamos hasta el sofá— ¡Dios mío! ¡¿Pero qué...

—¡Anne! —Exclama— Mi nieta hermosa —arrastra las palabras, apesta a alcohol y las lágrimas brotan de sus ojos.

—¿Estás borracho? —Inquiero incrédula. ¿Desde cuándo mi abuelo bebé? Miro a Max sin poder creerlo, él no despega los ojos de mi abuelo, está en las misma que yo.

—Solo un... —se le escapa un hipo y ríe antes de continuar— un poco. No te preocupes.

—Deberíamos darle un café para que se le pase —sugiere mi amigo y asiento. Trato de ir a preparar dicho café pero me detiene y se adelanta él— yo lo hago.

Le agradezco con la mirada y vuelco mi atención en mi abuelo.

—¿Por qué tomaste? —Le pregunto a Marc colocando mis brazos en jarra.

—No importa —me estira obligándome a sentarme junto a él y me envuelve en sus brazos, lucho por no vomitar a causas de las náuseas que me ocasiona su olor— Sabes qué te quiero ¿verdad, Anita?

—Sí, yo también te quiero.

Hace años que no me llama Anita, ni recuerdo cuándo fue la última vez, pero cuando era niña solía llamarme así, claro se corregía automáticamente.

—Yo siempre te amé, desde que te tuve en mis brazos —suelta un suspiro y su aliento a licor entra de lleno en mis fosas nasales provocándome arcadas— Esa noche de tormenta...

—Abuelo... —trato de pararlo pero me hace caso omiso.

—Eras la criatura más linda que jamás vi —su voz se entrecorta y me doy cuenta que es por el llanto— ¡No podía, yo no podía!

—¿Qué es lo que no podías? —Pregunto pero él solo niega.

—Perdóname Anita, por favor —suplica agarrándome con más fuerza entre sus brazos— Yo te quiero, perdóname.

¿Qué carajos está pasando?

—¿Por qué tendría que perdonarte, abuelo? —Su llanto se intensifica y su pecho sube y baja con su respiración pesada.

—Mi nietita hermosa, mi pequeña mecánica —acaricia mi pelo sin dejar de abrazarme— Soy de lo peor pero te amo. Más que a mi propia vida.

—Tú eres el mejor abuelo que existe, no digas eso, yo también te amo —trato de tranquilizarlo pero me aparta de sí y cubre su rostro con sus manos llorando sonoramente.

—No lo entiendes —me mira con los ojos llenos de dolor y el alma se me parte en mil pedazos al verlo— Tú...

—¿Qué ocurre? —Dice mamá entrando a la sala vestida con su albornoz de seda— ¿Papá?

—Hola, Samara —saluda el abuelo secándose sus lágrimas.

—¿Está borracho? —Me pregunta mamá y asiento— ¡Esto no puede ser cierto! —Exclama acercándose a nosotros. Me levanto del sofá y voy hasta Max para ver cómo va con el café.

—¿Qué tal vas? —Le pregunto llegando hasta él.

—Lo mío no es la cocina pero allá voy —suelto una risita al escucharlo.

—Pues no puedo discutirte —digo sentándome en una silla en la que puedo ver al abuelo, ahora abrazando a mi mamá.

—Lo que se debe decir en estos casos es: Claro que te va bien en la cocina —lo miro divertida y niego.

—No debo decir mentiras —digo burlona y el también ríe.

No quiero que nada esto cambie, en serio, pero me es muy difícil mirarlo y no sentir esto tan fuerte.

—Tú nunca seguiste esa regla al pie de la letra, que yo sepa —ruedo los ojos.

—Mira quién habla —el estruendo que el abuelo ocasiona al echar la mesita que contiene el teléfono de cable hace que deje de prestar atención a Max y la desvíe hacia las dos personas que están discutiendo a unos metros de distancia.

—¡Ya cállate! —Grita mi mamá levantándose de golpe.

—No puedo callar más, todo esto es mi culpa. ¡Todo! —Grita de igual manera el abuelo. Max y yo los miramos sorprendidos.

¿Qué mierda está pasando?




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