Anne

•Capítulo Cuarenta y Ocho•

Abro mis ojos perezosamente y cuando me incorporo llevo por instinto mi mano a la parte trasera de mi cuello, donde un dolor infernal me llega hasta los huesos y hasta más, si es que eso es posible. Mi mirada viaja a mi alrededor y me sorprende no encontrarme en una pulcra habitación de la casa de Ariel sino, en una casucha de madera con moho cubriendo las paredes y goteras en el techo. Me siento sobre mis piernas y veo la superficie sobre la que me encuentro, un colchón maloliente y sin funda.

El lugar apesta a cadáver de animal y el frío de la noche hace que parezca una casa de terror. Mi propia casa del terror.

Me levanto agradecida de no estar amarrada y camino hasta la puerta aún sabiendo que se encuentra con pestillo, tomo el picaporte y lo bajo, como ya esperaba la puerta no cede. Me doy media vuelta y me dirijo hasta la ventana, o lo que queda de ella, pero las tablas clavadas hacia el exterior impiden que pueda salir a mi tan ansiada libertad.

—¡Ayuda! —Grito aún sabiendo que nadie puede escucharme. Miro por el pequeño agujero que queda entre una tabla y otra y puedo vislumbrar que me encuentro en un bosque, probablemente fuera de la ciudad.

—¿Conociendo el lugar, amor? —Ariel abre la puerta y entra con una bolsa en la mano.

—¿Qué es eso? —Levanta la bolsa enseñándomela, asiento a su pregunta silenciosa.

—Es un poco de comida, me imagino que más de doce horas inconsciente te ocasionaría un hambre de hipopótamos —la verdad es que está totalmente equivocado, no deseo comer y beber. Tal vez si tenga hambre pero no es de alimentos, sino más bien hambre de ser libre, de volver con mi familia, volver con Max.

—No quiero nada que hayan tocado tus manos —me siento sobre el colchón y abrazo mis piernas evitando mirarlo.

—Como quieras, te dejo esto aquí y si te dignas puedes comer y si no, me trae sin cuidado. No te mereces comer por haber hecho lo que hiciste —lo miro con odio.

—¿Hacer qué? ¿Tratar de escapar de tu prisión con clase? Pues entonces moriré desnutrida —se encoge de hombros y deja la bolsa en el piso y dándome una última mirada sale nuevamente dejándome sola.

¿Por qué son las personas que quieres las primeras que te hacen daño? Tal vez Max tenga razón y eso sólo ocurre porque nosotros mismos les damos las armas para destruirnos.

Eso fue lo que yo hice con Ariel, me dio su amor pero yo lo tome y lo estrujé en mis manos.

Pero aunque haya hecho eso, era mejor que seguir fingiendo que lo quería para algo más que un amigo, esa si sería la peor mentira que podía haber dicho. A veces es necesario ser sincero y lastimar mínimamente en lugar de mentir y lastimar para toda la vida.

Y eso es lo que esta haciendo Ariel y no solo a mí, con esta locura está arrastrando a su familia al mismo hoyo que el está cavando con sus propias manos.

Miro la puerta al ser nuevamente abierta pero esta vez no es Ariel quien entra sino Maura.

—¡Maldita! —No tengo tiempo de reaccionar porque ya se abalanza sobre mí agarrándome de los pelos, me toma unos segundos recuperarme de sorpresa pero ya es tarde porque me lanza hacia un costado haciendo que me golpee la cabeza y tenga un aturdimiento— ¡¿Cómo puede amarte a ti y no a mí?!

Levanto la cabeza y veo como saca de la cintura de sus jeans una pistola y me apunta con las dos manos. Tiene un brillo en los ojos que me da escalofríos, sus párpados están hinchados -producto de lágrimas- y su cabello hecho una maraña.

—¿De qué hablas? —Ahora no solo me duele la nuca sino que también la coronilla, que fue la que recibió de lleno al suelo. ¿Qué tengo que todo el mundo me golpea?

—¡No te hagas la estúpida! —Grita acercándose más— ¡¿Cómo puede amarte a ti si yo soy mil veces mejor?! ¡Lo tengo todo! —Sale nuevamente al exterior y yo solo la miro extrañada. Cuando entra trae en una mano una soga y me la lanza a la cara— Amárrate.

—¿Qué?

—¡Amárrate maldita sea! —Dispara hacia el colchón y dando un respingo tomo la soga y torpemente la ato a mis muñecas pero no lo suficientemente fuerte para así poder liberarme de un tirón.

—Listo —anuncio cuando la pistola toca mi cabeza.

Dios mío, líbrame de esto. No quiero morir.

—Te llegó la hora, mecánica de cuarta —me da una bofetada con el mango de la pistola y me vuelve a mandar al suelo. Cierro los ojos ante impacto y un mareo me impide volver a abrirlos.

Escucho sus pasos dirigirse a la entrada de la casucha y luego volver. Levanto el rostro y el terror se intensifica cuando la veo derramar un líquido por las tablas de la casa.

—Estoy segura que estás acostumbrada al olor de la nafta que no te será ajeno olerla en tu último suspiro.

—Estás loca —miro horrorizada como el líquido casi se derrama por mi pierna, uno centímetros más hacia el costado derecho y sería la primera en prenderse fuego, aunque no creo que eso este muy lejos de ocurrir.

—¡¿Y sabes por qué?! —Niego cuando tira el bidón vacío hacia un lado— ¡Por tu culpa! ¿Qué tienes tú que yo no tenga? Eres una vulgar mecánica que se la pasa metida en un taller. Ni siquiera eres bonita. Pero se acabó, vas a morir y Max se quedará conmigo como siempre debió de ser.

Saca un fósforo de su bolsillo y lo raspa con la cajetilla. Lo eleva en el aire y lo mira como una auténtica loca mientras empieza a reír.

—Por favor, Maura baja ese fósforo. No cometas una locura —susurro mientras disimuladamente voy sacando la soga de mis muñecas.

—¿Por qué? ¿Acaso tienes miedo, mecánica? Que pena, pero creo que ya te llegó la hora de partir a un lugar del cual jamás volverás —el fuego va consumiendo con rapidez el palillo del fósforo y el terror me congela al imaginarme lo que vendrá después— En las películas este es el momento en donde las pobres víctimas dicen su últimas palabras. ¿Quieres empezar o prefieres morir sin decir nada?




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