Annie de las Estrellas

28. MAYA Y ANNIE (I)

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MAYA Y ANNIE (I)

Aprovechando que su madre le había encargado comprar algunas cosas, esa mañana de lunes Maya decidió dar un pequeño desvío y dirigirse primero hacia la vieja casa Harlim; claro, si con “pequeño” podía referirse a dirigirse con su motocicleta hacia las afueras del pueblo, en donde se erguía la vieja mansión. Su intención era hacerle una visita rápida a Annie, por supuesto; pero principalmente su fin último era entregarle el regalo que le había hecho, y que recién la noche anterior había terminado con los últimos detalles.

Al principio le resultó un poco extraño, pues no acostumbraba andar en su moto por las carreteras que salían de los límites del pueblo; lo cual resultaba un poco curioso, considerando que siendo niña al menos en una ocasión que ella recordara bien, pedaleó en su bicicleta a un lado del camino hasta esa misma vieja y derruida casa, con los vehículos pasando a gran velocidad a menos de un metro de ella y Lake.

Dos niñas de nueve años, y su amigo alienígena; y ninguno de los tres parecía tener la suficiente noción del peligro.

Al llegar a la propiedad, se encontró la reja abierta por lo que entró por el camino de acceso sin problema. Detuvo su vehículo frente a las escaleras principales, y lo estacionó a un costado en dónde no estorbara. Se quitó su casco y lo colgó de uno de los manubrios, para luego colgarse al hombro su tubo portaplanos color negro. En cuanto se giró y le puso más atención a su alrededor, notó la figura grande y robusta de Max, el amigo de Annie. Estaba entre los rosales a lado de las escaleras, al parecer revisándolos y podándolos con suma concentración; tanta que el retumbar de su moto pareció no alterarlo.

—Hey, buen Max —pronunció Maya en alto, acercándosele—. ¿Haciendo jardinería en traje?

Era imposible no señalar el hecho de que estuviera ahí afuera, en un día tan caluroso, vistiendo saco y corbata. Si no supiera que no era humano en realidad, se preocuparía un poco por aquello. Aunque, en su defensa, usaba un delantal de jardinería sobre el traje, y guantes.

—Supongo que tú no sudas, ¿o sí? —preguntó con curiosidad. Max, sin embargo, siguió atento a su labor, sin siquiera girarse a mirarla o dar seña de que se había dado cuenta de su presencia—. Sí, también me alegra verte… ¿Está Annie?

—Está adentro, en la sala de conciertos —respondió el hombre de negro con tosquedad.

—Sala de conciertos… —repitió Maya en voz baja, girando su mirada hacia las altas puertas de la mansión—. Y, ¿eso dónde…?

—Entre por la puerta, gire a la derecha, y camine hasta el final del pasillo.

—Gracias —respondió Maya más optimista, y se dirigió de inmediato hacia el interior de la casa, dejando a Max solo con sus rosas.

En cuanto Maya puso un pie en la casa y se dirigió hacia donde Max le había indicado, a sus oídos llegaron pequeños rastros de un sonido que al principio no logró identificar del todo, pero conforme fue avanzando fue mucho más claro.

—¿Música? —musitó Maya con curiosidad. Música de violín, piano y… otra cosa; como toda una sinfónica tocando.

¿Acaso Annie tendría compañía? ¿Estaría ocupada?

Se aproximó con mayor cautela a la puerta al final del pasillo, de donde claramente provenía la música. Un poco dubitativa, abrió ligeramente la puerta para echar un vistazo, y el repentino aumento en el volumen de la música la tomó un poco desprevenida.

Llamar a aquel sitio sala de conciertos quizás era un poco exagerado, pero no por ello era menos impresionante. Era una sala de estar grande, con algunos sillones en los que cabrían fácilmente diez personas. Y al fondo de la habitación se distinguía lo que parecía ser un pequeño escenario, con un elegante y brillante piano color blanco. Sentada frente a éste, distinguió de inmediato a Annie, en su apariencia humana, con los ojos cerrados y una amplia sonrisa en el rostro, mientras recorría sus dedos grácilmente por las teclas.

Pero Annie no estaba sola; había otras tres personas en el escenario con ella: un hombre alto y moreno tocando un gran violonchelo; una mujer alta y delgada con una flauta; y un hombre joven de cabellos rubios largos y barba, con un violín. Maya los reconoció, aunque más por sus instrumentos que por sus caras.

«Son los otros músicos del concierto» concluyó rápidamente, sorprendida.

Los cuatro siguieron tocando juntos por un par de minutos más en perfecta sincronía, cada uno interpretando una parte de aquella pieza, que en conjunto formaban algo en verdad hermoso. Maya se debatió entre irse o entrar, pero sus pensamientos se perdieron de más en la contemplación de la música, por lo que terminó quedándose ahí de pie frente a la puerta. La intensidad de la música fue bajando, hasta que en un punto los instrumentos callaron, dejando la sala en un tortuoso silencio que ningún público pudo llenar con sus aplausos.

Unos segundos después de terminada la melodía, y una vez que las emociones de ésta se asentaron, Annie soltó un profundo suspiro, y se paró con cuidado de su asiento

—Muy bien hecho, amigos míos —exclamó con alegría, mirando hacia los demás músicos—. Eso estuvo precioso.

—Sí, si omites el hecho que la Srta. Pauline se adelantó —comentó con ligero desdén el chico del violín, mientras jugueteaba un poco con su arco.




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