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ANNIE (V)
Faltaban todavía al menos unos trescientos zigs, más o menos quince minutos, para que el concierto diera inicio. La joven dama no pasaría al escenario hasta ya cerca del final, pero igual para ese momento ya se encontraba lista, al menos en lo que a su arreglo concernía.
Aguardaba en ese momento sentada frente al espejo de la pequeña oficina que le habían acondicionado como camerino, admirando atenta el reflejo de su rostro falso, maquillado con aquellas sombras y labial azul ultramarino. Sus cabellos falsos caían libres a los lados, y a un costado de su cabeza portaba orgullosa un adorno en forma de flor de loto, grande y azul, con pequeños cristales azules y dorados colgando de la horquilla que la sujetaba. Su atuendo de esa noche era un vestido blanco strapless que dejaba a la vista la delicada y blanca piel falsa de su cuello y hombros. El vestido era ajustado y largo hasta sus tobillos, pero la falda se abría de un lado a la altura de su muslo derecho. Tenía igualmente varios detalles dorados y gemas de color azul acompañándola, decorándole su pecho, el vestido a la altura de su cintura, sus manos, y sus zapatos blancos de tacones altos.
En estándares humanos, suponía que su apariencia encajaría en los parámetros a los cuales estos solían reaccionar con expresiones como: “¡te ves como una princesa!” No fue su intención parecer alguien de la realeza al momento de elegir su atuendo. Ni siquiera pensó mucho en el concierto en sí o en el público; solo quería lucir bien, llamativa, y atractiva… en especial para las únicas dos personas de toda esa noche que en verdad le importaban.
Ladeó la cabeza hacia un lado, y luego hacia el otro, inspeccionando que todo estuviera en su sitio. Con sus dedos se acomodó con cuidado un pequeño mechón fuera del lugar, y nada más.
Desvió su atención un momento hacia su teléfono terrícola, que reposaba sobre el tocador, y lo encendió para ver si había algún menaje nuevo; nada aún. Su amigo le había dicho que le avisaría en cuanto llegara con Lake y Maya, pero al parecer eso aún no había ocurrido, lo que hizo soltar un largo suspiro.
A lado de su teléfono, reposaban las hojas sueltas de la partitura en la que había estado trabajando esos días de forma exprés. Y aunque ya la había revisado veinte veces, sólo ese día, las volvió a tomar en ese momento y las repasó una por una, nota por nota. Entre sus dedos jugueteaba con un lápiz, listo para que hiciera cualquier anotación o corrección de última hora que viera necesaria, aunque hacer cambios a tan pocos zigs de comenzar era, a lo menos, muy poco recomendable.
Esa noche se sentía extraña. Si tuviera que calificar esa sensación de alguna forma, diría que se sentía… nerviosa. Eso nunca le había pasado antes de un concierto. En esas situaciones siempre solía estar en total control, segura de que todo saldría bien; y si no, en verdad no importaba, pues confiaba en su conexión con la música y en que siempre haría la mejor de las presentaciones mientras esta se mantuviera.
No obstante, esa noche tenía que hacer un poco más que solamente apegarse a su conexión habitual. Había mucho en juego, y necesitaba que todo saliera perfecto, y que su sentir llegara sin obstáculo hacia las personas que debía llegar. Y esa canción que sujetaba entre sus dedos era la clave; o lo sería, si las cosas ocurrían como ella esperaba.
Alguien llamó en ese momento a la puerta, sobresaltándola un poco. Bajó la partitura de nuevo hacia el tocados, e instintivamente llevó sus dedos a su cabello falso para seguirlo acomodando, aunque ya no había en realidad nada que acomodar.
—Adelante —pronunció en alto para que la persona al otro lado la escuchara. Supuso que sería algún encargado informándole que ya casi era hora de comenzar. Sin embargo, por el reflejo del espejo ante ella, divisó a alguien más; alguien inesperado, pero conocido—. Hermano —murmuró despacio, cambiando instintivamente a su lengua materna.
El hermano de la joven dama ingresó al improvisado camerino, y cerró con cuidado la puerta detrás de él. Su apariencia humana era justo como la de aquella otra noche, y la misma que había visto en él repetidas veces en esos diez años: rostro alargado, afilado y serio, con sus anteojos de armazón cuadrado, y su cabello falso negro corto muy bien peinado hacia un lado. Vestía esa noche un traje muy elegante, negro y corbata azul. Y, quizás más llamativo aún, en su mano derecha sujetaba un ramo de rosas blancas y azules.
El hombre se quedó de pie frente a la puerta, contemplándola fijamente desde su posición por varios segundos.
—Pareces una princesa terrícola —indicó con voz fría, sonando incluso algo indiferente.
—Gracias —masculló la joven dama, algo vacilante. Se giró sobre el taburete, para encararlo más de frente—. Me sorprende bastante el verte aquí.
—Es rara la ocasión en la que tengo oportunidad de estar cerca de ti, al mismo tiempo que das una de tus presentaciones —explicó su hermano, animándose en ese momento a avanzar hacia ella—. Y aunque las circunstancias que me trajeron aquí no son de mi agrado, sería ineficiente de mi parte no aprovechar la oportunidad.
Se paró delante de ella, y extendió entonces el ramo de rosas en su dirección.
—Según mis estudios, es costumbre para los humanos dar flores como estas a los artistas en estas situaciones.