Año Bisiesto

Episodio 3: Larry...

Darcy.

Mi turno oficialmente había terminado.

Sin embargo, no me fui directamente a mi habitación, sino que, subí al techo.

Había conseguido este empleo gracias a Mila, mejor dicho, a las influencias de sus padres. Ellos eran miembros del club y el club tenía un hotel de lujo.

Al principio, había ocupado el puesto de mesera, luego fui la recoge pelotas en el campo de golf, allí estuve solo pocos días, pues, me ascendieron al spa, donde debía reemplazar las toallas usadas por limpias. Semanas después me enviaron a la lavandería y por alguna fuerza cósmica misteriosa, había terminado como camarera del hotel.

Lo que por mucho era más asqueroso, pero no me quejaba con cada cambio la paga aumentaba, al igual que la carga de trabajo.

Pese a las ideas que uno se pudiera hacer, trabajar en un hotel de lujo, no era elegante y sofisticado como todo el mundo pensaba.

Los clientes habituales eran hombres casados, que visitaban el hotel sin sus esposas. Sin embargo, estaban lejos de pasar una noche solitaria.

El problema de tener más dinero del que se necesitaba era que, eventualmente, habías probado casi todo y aburrido comenzabas a experimentar más. Algunos, eran tan narcisistas que, pensaban que podían tener todo lo que desearan.

Entonces, le hacían propuestas indecentes al personal. Muchas chicas aceptaban ese dinero y no las juzgaba, pero odiaba que la vida las hubiese colocado en esa situación.

Desde que, me trasladaron al hotel, las ofertas llovían, pero irónicamente, rechazar las ofertas fue lo que me trajo problemas.

Varias de mis compañeras pensaron que, era una forma de hacerme más cotizada. Otras solo me felicitaron por mi estrategia, pero me daba igual lo que todas ellas pensaran. Había venido a Portland a trabajar, no a convertirme en una cualquiera.

Sentía que la vida me miraba a los ojos y reía con sarcasmo con cada propuesta de esa índole, incluso, me sentía perseguida, como si la vida me dijese: “sin importar, cuánto corras, tu lugar es en un callejón”

Aunque, al final del día todo pasaba a segundo plano cuando subía al techo y observaba la vista.

A pesar de ser los mismos edificios, cada día la luz del atardecer les daba un aspecto diferente. Desde que trabajaba aquí, no había visto dos vistas iguales.

Saqué mi libreta de dibujo y comencé a dibujar.

—Casi olvido la maravillosa vista que ofrecía este lugar.

Me tensé al escuchar la voz de Reed.

—¿Qué quieres? —pregunté sin molestarme en ver al recién llegado.

—Te traje un café —comentó Reed colocándose a mi lado.

—No lo quiero…

—Tiene canela. —Volteé a verlo y alcé una ceja pidiendo más explicaciones—. Soy una persona detallista.

—Claro, es el principal requisito para ser un lamebotas —manifesté tomando el vaso.

Acerqué mis labios al vaso y bebí un sorbo.

Rompí el contacto visual, cuando noté que, mi café tenía la dosis exacta de canela, de leche y fue endulzado con miel.

—¿Siempre estás a la defensiva? —Reed apoyó sus codos en el barandal y suspiró viendo el paisaje.

Él siempre derrochaba seguridad y arrogancia, pero no era malo. De hecho, era una de las pocas cosas que me agradaban de él.

—Ese cuento de “estaba cerca y te traje café” no me lo trago. —Cerré los ojos y olí mi delicioso café, antes de preguntarle a Reed—. ¿Me dirás que quieres?

—Vine a disculparme.

El café me salió por la nariz y me puse una mano en la cara, mientras que con la otra buscaba un pañuelo con qué limpiarme.

»Tampoco es para que reacciones así —declaró Reed tendiéndome su pañuelo.

Le arrebaté el pañuelo y procedí a limpiarme:

—Bueno, ayer fuiste un completo cretino y hoy pides disculpas.

—¿Te sorprende?

—No, me aburre. —Dejé el café en la baranda y me crucé de brazos. La mirada de Reed se posó en la mía y por un segundo mi corazón aceleró el ritmo de sus palpitaciones—. ¿Qué viniste a hacer aquí?

—El lunes regresamos a clases y no quiero que las cosas estén raras entre nosotros.

Solté una risa sarcástica.

—¿Desde cuándo a Reed Cash le ha importado cómo están las cosas entre nosotros? —Me quité los lentes y los limpié.

—Desde que te regalé un camaleón.

—Por favor, no seas tan narcisista, a nadie le interesa qué haces las 24 horas. —Negué con la cabeza—. ¿En serio, piensas que llegaré el lunes gritando que me diste un obsequio de cumpleaños?

—No te culpo que desees presumirlo, pero no quiero dañar mi reputación. —Reed se giró y quedó frente a mí con su tonta altura y su cuerpo fornido.

Detallé sus expresiones y sentí un nudo en mi garganta al comprender lo que sucedía.




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