Anomia: pequeñas asesinas

Capítulo 32- Hermanos Campbell

Su cuerpo estaba tirado en el suelo de su habitación, todo estaba oscuro y lleno de bolsas de frituras y envases de refresco vacíos. Su mirada estaba perdida y su respiración era lenta.

—Ya... Ni siquiera puedo sentir nada—murmuro.

Sonrió, una sonrisa siniestra, luego empezó a reír a carcajadas, empezó a rodar por el suelo y luego empezó a darle golpes a este mientras moría de risa y abrazaba su estómago con su brazo libre.

—Así es... Nada—dijo en voz baja mientras sus ojos se cristalizaban y se volvían a perder en la oscuridad de la habitación.

 

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La familia Rose ya tenía todo preparado para mudarse, habían hecho las cajas y decidieron irse a un pequeño apartamento rentado lejos de ahí. No querían estar en aquel pueblo lleno de muerte y desesperación.

Keyla Rose, prima de Alice, había ayudado a sus tíos a terminar de empacar. Habían enterrado a su pequeña prima en el cementerio de ese pueblo y decidieron que era mejor así: que descansara en el lugar que la vio crecer y, lastimosamente, también la vio morir.  

Keyla cerró la cajuela de su auto pensando en Doll, más bien en las palabras que le había dicho cuando se encontraron:

"Una persona así debe esta enferma para herir a una niña de cualquier forma... Pero eso tú lo sabes mejor que nadie, ¿no, Keyla?"

Ella sabía algo... ¿O no? Aquella mirada que le dio la niña le dio un escalofrío y solo pensar en ella era algo desagradable.

Recordaba a los hermanos Campbell, era amiga del mayor de la familia, en muchas ocasiones había llevado a Doll y a Alice al parque a pasear mientras ella hablaba con el hermano de Doll.

Era una pequeña algo extraña pero seguía siendo como cualquier niña de su edad, aunque comparada con Alice, Doll era una niña más reservada que quería mantener la distancia con otras personas.

Aquella niña de ojos verdes sabía sobre el peor error que había cometido. Supo que era un error y al día de hoy se arrepentía profundamente de haberlo hecho, no tenía palabra para expresar la vergüenza y el arrepentimiento que sentía.

Como si atrajera la mala suerte, vio caminar a Emily Alexander en la acera contraria. También la había llevado al parque junto con Doll y Alice e incluso sin ellas.

La niña había crecido como los demás niños, pero era sorprendente lo que tres o dos años (tiempo estimado desde la última vez que la vio) significaban para un niño.

La vio caminar con las manos en los bolsillos sin siquiera voltear a verla, aunque no tenía por que.

Tal vez no lo recordaba, tal vez aquellos recuerdos eran difusos ahora. Esperaba que así fuera, quiso cruzar la calle y pedirle perdón de rodillas, suplicarle e implorarle que la perdonara. No tuvo el valor.

Como si sus pensamientos hubieran salido al aire, Emily volteó hacia ella viéndola fijamente a los ojos. Keyla se quedo fría y sintió sus manos temblar. No podía esconderse, no podía huir pues la niña la veía fijo como si penetrara su alma.

«Tú lo sabes mejor que nadie, ¿no, Keyla?»

Aquellas palabras golpeaban en su mente como un martillo. Si, era verdad, lo sabía más que nadie, pero también sabía lo incorrecto y asqueroso que había sido. Abrió la boca para decir algo pero las palabras no salieron.

Ella no espero que lo hiciera, la miro como diciéndole “cobarde” y “enferma” luego siguió caminando dejándola sola de nuevo.

Keyla no pudo contenerse y vomitó encima de su auto. Los recuerdos, combinados con la mirada penetrante y acusadora de Emily habían sido suficiente para que el estómago se le revolviera, para que la vergüenza, el miedo, la cobardía y lo asqueroso que se sentía ella misma salieran a relucir en forma de vomito sobre su auto.

 

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Los días habían pasado tranquilos, parecía que se había calmado todo un poco. Doll caminaba por la calle con un paraguas rosado en mano, había terminado de llover y decidió salir a pasear para despejar su cabeza de todos los problemas, se sentía muy inquieta, sentía que la observaban. Sabía que algo no estaba bien, ya no se sentía segura ni confiada.

Estaba segura que no estaba loca, no completamente, alguien la estaba acosando o al menos eso creía, ¿a quien debía acudir? No tenía a nadie a quien decirle qué tal vez el otro asesino la estaba siguiendo.

Suspiro, estaba cansada. La angustia de no saber quién era el otro asesino la tenía preocupada. ¿De verdad la madre de Julieta se suicido? Una vez más no consiguió encontrar la respuesta.

Miraba los charcos de agua, los pisaba con sus botas de agua sin preocuparse de mojarse ya que traía un impermeable rosado. Le gustaba pisar los charcos después de la lluvia.



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En el texto hay: asesinatos, muerte y sangre, jovenes asesinos

Editado: 22.07.2020

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