El aire de agosto ya traía consigo ese matiz de melancolía que antecede al cambio, un presagio del otoño que se anunciaba no solo en el ambiente, sino en el sutil tinte naranja que comenzaba a pintar los atardeceres. Nadie, ni yo misma, habría creído que el nueve de diciembre, en medio de la frialdad hospitalaria, abriría los ojos a una realidad tan cruda y desoladora, después de haber vivido una ilusión tan vívida y profunda que se extendió por dos años y un mes.
Han transcurrido ya varios meses desde aquel despertar forzado en la penumbra de una habitación de hospital. Hoy, por primera vez, me atrevo a salir sola, a caminar bajo este cielo que tanto he anhelado. La adaptación a la "verdad" ha sido un camino arduo, una batalla constante contra la negación. Aceptar que todo lo que sentí, cada risa, cada caricia, cada promesa, no fue más que una elaborada ilusión de mi mente, un refugio mientras mi cuerpo yacía inerte, conectado a una sinfonía de máquinas que bombeaban vida en mi coma inducido, consecuencia de un estúpido accidente doméstico. Cada noche, desde mi balcón, mis ojos buscan con devoción el corazón de Escorpio, esa constelación majestuosa, para encontrar a mi estrella favorita, Antares, un punto de luz que, paradójicamente, me ancla a la realidad mientras me permite soñar despierta.
El vacío en mi pecho persiste, una grieta dolorosa que se antoja absurda. ¿Cómo puede doler tanto algo que nunca existió? Fue solo un sueño, un larguísimo sueño de dos años y un mes, donde experimenté la ilusión más grande y hermosa de mi vida. Aunque la razón me grite que fue una fantasía, para mi alma es tan real como el latido de mi corazón; la considero la aventura más trascendente de mi existencia. Dejando escapar un suspiro que parece llevarse un pedazo de mi alma, miro una vez más hacia el firmamento, me ajusto la mochila al hombro y avanzo por la acera, en dirección al parque más cercano. Me espera la lectura del nuevo libro que me han obsequiado, una joya sobre astronomía.
Mi familia y amigos, testigos de mi renovada fascinación por el cosmos, están convencidos de que me he convertido en una amante empedernida de las constelaciones. Y sí, les doy la razón; me agrada, me maravilla conocer el universo y sus cuerpos celestes. Con la mente divagando entre galaxias lejanas y nebulosas de colores imposibles, avanzo despreocupadamente, sintiendo la brisa acariciar mi rostro, hasta que, de repente, tropiezo con una figura inesperada. Un impacto seco, un desequilibrio momentáneo. Debo, de verdad, prestar más atención a mi realidad y dejar de fantasear, porque estas distracciones me hacen parecer torpe, y detesto esa sensación.
Mi libro, mi flamante guía estelar, ha salido volando, describiendo una parábola inverosímil en el aire. Por suerte, aterriza sin daño alguno. No es mi favorito, pero un libro es un libro, y como tal, lo valoro. Me inclino con rapidez para recogerlo, y al parecer, compartiendo el mismo impulso, la persona con la que he tropezado hace lo mismo. Nuestras manos se encuentran sobre la tapa brillante. ¡Más cliché, imposible! Pero la verdad es que no me interesa nada romántico; una fantasía ya acabó conmigo, y no tengo ganas de repetir la experiencia.
—Lo siento —musitamos al unísono, y la sincronía me resulta extraña, casi incómoda. Estoy en guerra con todo lo que huela a romance; no lo tolero, ni siquiera entre las páginas de un libro.
En ese preciso instante, un escalofrío recorre mi espalda, erizándome la piel. Elevo la mirada, y mis ojos se encuentran con los suyos, los más hermosos que he visto en mi vida, incluso en mi ilusión. El cabello negro, tan intenso como la noche sin luna, cae armoniosamente sobre su frente, sin el menor tinte azulado que recordaba de mi sueño, pero es él. Él, en todo su esplendor y perfección, solo que ahora más humano, más real. Su piel ya no posee ese brillo místico que lo hacía etéreo, pero sigue siendo perfecta, impecable. En el momento en que nuestras miradas se entrelazan, una amplia sonrisa se dibuja en su rostro, una sonrisa que me desarma. Es imposible. ¿Acaso he perdido la conciencia de nuevo? ¿Estoy soñando otra vez? No, no puede ser. ¿Y si esto es otra ilusión, más cruel que la anterior? Lo miro fijamente, tratando de comprender qué demonios está pasando.
—Hola —saluda, y sus ojos brillan con una intensidad que no es de este mundo, o quizás sí, ahora sí.
—¿Tú? ¿Qué haces aquí? Tú, tú... no puede ser. ¿Cómo lo hiciste? ¿Eres real? —Mis palabras se atropellan, mi voz apenas un susurro incrédulo.
—¿Necesitas todas esas explicaciones? ¿No te basta con saber que estoy aquí? —inquiere con una calma que me desarma, mientras se pone de pie y extiende su mano hacia mí para ayudarme.
La tomo, una sonrisa temblorosa se dibuja en mis labios, y me incorporo. Es tan alto como lo recordaba, su presencia imponente. Con una emoción que me desborda, lo miro. Siento cómo mi corazón late a una velocidad vertiginosa, un tamborileo que resuena en mis oídos. Sin dudarlo un instante, me arrojo a sus brazos, envolviéndolo en un abrazo afectuoso, desesperado, real. Esto no tiene lógica, lo sé, pero no la necesito para ser feliz. Al menos, ya no. Lo único que deseo es ser feliz, sin más preguntas, sin más dudas.
Fin